Si algo puede obtener de la reunión número 50 del Foro de Davos, es que las fracturas del capitalismo son cada vez más notables. A citar está la encuesta Edelman hecha por esa entidad norteamericana y cuyo saldo arroja que miles de personas consultadas en varios continentes consideran ese sistema más nocivo que adecuado. Aparte de experiencias personales o de grupo, se coincide en impugnarlo, sobre todo por los sectores jóvenes.
Y no ya por el cambio climático y el futuro que se está destruyendo para las nuevas generaciones, sino ahora mismo, con la ciudadanía sujeta a crecientes rigores de la dañada naturaleza y a una insoportable desigualdad entre las personas. La gestión de las élites solo para su bien y a costa de la mayoría, no es la fórmula para resarcir lo usado material o humanamente.
El fundador de estos encuentros en la ciudad suiza, Klaus Schwab, es, en la esfera de los pudientes, uno a sugerir que para mantener el status predominante del cual disfrutan, las clases altas deben remendar al capitalismo.
“Las empresas deberían pagar un porcentaje justo de impuestos, mostrar tolerancia cero frente a la corrupción, respetar los derechos humanos en sus cadenas globales de suministro y defender la competencia en igualdad de condiciones”, escribió Schwab, repitiendo algo planteado por él y varios más ya en los años ´70.
Para sobrevivir a sus crisis y desproporciones, es preciso adoptar líneas de acción menos corrosivas, pero ponerle bridas al egoísmo y la avaricia, es poco factible, supone pronunciadas gestiones de realismo, como tener en cuenta no solo a los accionistas, al gran empresariado, sino también a quienes crean la riqueza, y son invisibles para los creadores de una desigualdad muy envilecida.
El “Manifiesto de Davos 2020” pretende apuntalar el sistema sugiriendo principios éticos como repensar el trato y manejo de trabajadores, clientela y cuantos participan en los vínculos donde el consumidor y hasta su entorno inmediato tienen un papel en la cadena de la economía, si esta se piensa de modo sensato. Los más juiciosos en las clases altas, están convencidos de hacerlo así para no concluir perdiendo privilegios.
Son aquellos que asumen el criterio de los científicos con respecto a los riesgos ambientalistas porque si continúa la destrucción del planeta, poco van a obtener de ese deterioro. Se impone la moderación. Hasta en el FMI, un organismo poco dado a considerar estos ángulos de la realidad económica, se adentran en las consideradores pertinentes: “Es importante reconocer que el gasto social está bien orientado, que los más vulnerables deben estar protegidos y que los Gobiernos deben asegurarse de que el crecimiento y la recuperación son compartidos por todos”, así lo consideró la actual jefa del organismo crediticio, Gita Gopinath.
Ese radical cambio de enfoque entre quienes siempre recomendaron el látigo hacia los estratos bajos, con cada crisis y cuando concedían un préstamo, no está determinada solo por el pronóstico de un crecimiento global inferior al deseado en este año. Según parece, el drástico cambio de lo aplicado durante varias décadas, parece obedecer a un tardío realismo. “En todas las economías, un imperativo clave —y cada vez más pertinente en un período de creciente descontento— consiste en ampliar la inclusividad, y garantizar que las redes de protección social estén en efecto protegiendo a los más vulnerables y que las estructuras de gobierno refuercen la cohesión social”. Así dejaron expuesto, Gopinath y los expertos que encabeza.
Joseph Stiglitz, que conoce bien las entrañas del FMI donde trabajó por años, dijo sobre el proyecto de humanizar algo las contexturas del capitalismo, que si se requieren leyes para que las corporaciones asuman otras variables, al mismo tiempo se requiere que estén obligados a “pensar en los efectos de su conducta sobre otras partes interesadas”. Aludió el Nobel de Economía al medioambiente, la salud y seguridad de los trabajadores. Temas todos relegados o carentes de esqueleto reglamentario e inexcusable observancia.
La gravedad del momento es soslayada por personajes tan fuera de todo precepto racional como Donald Trump, quien consideró catastróficas y exageradas los alertas y previsiones relativas a la protección del medio ambiente. Está convencido de haber hecho lo correcto al sacar a Estados Unidos del pacto suscrito en París en el 2015, aunque con ello privó al convenio de un pilar decisivo, por su influencia y debido a su carácter de gran contaminador planetario.
En Davos, Trump volvió a su retrógrado planteamiento acusando en todas direcciones de ingenuidad y catastrofismo a quienes defienden la urgencia por evitar un mayor calentamiento global. En su rimbombante discurso, destinó el mayor espacio a glorificar sus logros, “reales o ficticios”, como sentencian algunos informadores presentes. Asegura, tan tranquilo haber propiciado destacados éxitos comerciales. Si de algo es artífice valdría anotar los hechos por él encaminados a exacerbar trabas y encontronazos entre las grandes potencias económicas del mundo, a través de un esquema basado en amenazas, chantajes y sanciones, lo mismo para hipotéticos enemigos que con respecto a sus cercanos aliados.
En el marco de la cita anual alpina, hubo un ejemplo de ello a través de Steven Mnuchin, secretario del Tesoro, quien anunció que EE.UU. está dispuesto a imponer un 25% de gravamen sobre los automóviles importados desde la Unión Europea, esta vez si los países del pacto comunitario insisten en imponer una tasa digital a las empresas norteamericanas.
La llamada tasa Google se proyecta sobre grandes firmas que no tributan a los países donde actúan obteniendo datos de los usuarios, o servicios publicitarios en beneficio propio. Se aplicaría solo sobre aquellas que facturan más de 750 millones de euros al año. Francia, en particular, está coaccionada con gravámenes a todo cuanto exporta hacia Estados Unidos. Es un conflicto, entre los muchos pendientes.
Para quien ha mentido o engañado más de 15 400 veces desde que llegó a la Casa Blanca —así lo denuncian medios difusivos y organizaciones— que se pronuncie como el hacedor de mejores vínculos entre naciones, usando prácticas tan poco amigables, debe ser recibido como un mal chiste de quien azuza problemas pero no dilucida ninguno.
La imbricación entre economía y política crece debido a la amplitud donde se están insertando situaciones en apariencia desvinculadas. En ese sentido, el relator especial de la ONU, Philip Alston, considera que la pobreza extrema y los derechos humanos, tienen que ver con los impactos del daño al ecosistema, pues amenazan el agua y los alimentos, la vivienda y la vida en total de cientos de millones de personas. Por eso influye, se proyecta, sobre lo que continúan vendiendo bajo etiqueta de democracia.
La incompatibilidad entre capitalismo y la salud del planeta o el bien pasar de sus habitantes, están tras los resultados del sondeo de referencia, dando fe de las dudas y certezas sobre el daño de ese régimen, sobre todo si se mantiene implacablemente ruin e inmoderado.