Tal vez sea de la eucaristía de la que se hayan escrito las más bellas páginas de teólogos y poetas cristianos, siempre incidiendo sobre el mismo tema: la eucaristía es el misterio del amor. Y es que el preámbulo histórico de la institución eucarística es recordado en la tradición evangélica con frases tan rotundas como éstas:
Jesús... que había amado a los suyos, que estaban en el mundo, llevó su amor hasta el fin. Estaban cenando... (Jn 13, 2ss)
¡Cuánto he deseado celebrar esta pascua con vosotros antes de morir! (Lc 22, 15)
Os confieso, hermanos, que más de una vez he sentido un estremecimiento al comenzar la celebración de la Misa, recordando estas palabras: Manolo, ¡cuánto he deseado comer contigo esta cena de pascua...! Y lo he sentido, sobre todo en días en que mi pecado de desamor era más fuerte que mi confianza en el Dios que siempre me ama...
¡El desamor, hermanos! ¡Qué terrible enfermedad! Dicen que la enfermedad más extendida en toda la humanidad es la caries dental... de puro común, nadie piensa que es una enfermedad. Tengo la impresión de que con la falta de amor nos pasa lo mismo. Es tan común, tan lógico, tan razonable no amar, amar poco, quedarnos siempre cortos... que ya no nos parece pecado grave. Sin embargo, es lo fundamental en nuestra fe. Sin amor, nada somos.
La falta de amor tiene manifestaciones inagotables: indiferencia, acepción de personas, favoritismos, antipatías, fobias, envidias, odios, ausencia de perdón y misericordia, egocentrismo, crítica, maledicencias, prejuicios, sospechas infundadas, difamación, calumnias, juicios temerarios... ¡Todo un diccionario y no precisamente de sinónimos, sino de auténticas manifestaciones todas ellas distintas y precisas de una enfermedad original: el desamor!.
¿Quién no ha sentido alguna vez una fuerza interior a permanecer quieto en su sitio en el momento de la comunión recordando la palabra certera y clara de Jesús: Si cuando vas a presentar tu ofrenda... te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti... deja allí mismo tu ofrenda...?
En la liturgia eucarística de los primeros siglos, al llegar este momento, el diácono gritaba con voz fuerte: ¡Quien sea santo, que se acerque. Quién no lo sea, que se convierta!. Que eran la traducción de otras palabras, no menos serias del mismo Jesús: No deis las cosas santas a los perros ni las perlas a los cerdos...
Y sabemos que somos santos e irreprochables ante Dios por el amor.
Pero no quisiera meter en vuestras conciencias un nuevo motivo de escrúpulo que os impidiera acercaros precisamente a la fuente del amor verdadero. No. Pero quisiera que ante Jesús cayerais en la cuenta de la responsabilidad que tenemos de crecer en el amor cada vez que comulgamos. No sé exactamente dónde he leído que un sacerdote solía dar este consejo a quienes le preguntaban sobre la frecuencia con que debían comulgar: Cada vez que notes que has crecido en el amor...
Con alguna frecuencia me he encontrado con personas, verdaderamente enfermas de odio, de falta de perdón... hasta con repercusión síquica en forma de depresión y física con manifestaciones sobre todo de irregularidades cardíacas... A veces les insisto que pidan con fe a Jesús, sobre todo en la comunión, que les sane el corazón del odio... pero no parecen entender. ¡Sólo quieren arreglar los síntomas, pero no el foco de la infección!
¡Cuántas veces también me encuentro con grupos de oración intensamente dañados con historias interminables de agravios y desagravios! Intentando cientos de veces inútiles arreglos que duran lo que un silbido, pero que vuelven a la desunión, a la crítica, a la murmuración - ¡veneno mortal de las comunidades!-, porque nadie reconoce que el mal está en su corazón inmisericorde, duro, que no quiere ceder, ni olvidar... Y piden que predique, que les dé un retiro, que les arregle... cuando percibes con toda claridad que mientras no se caiga de rodillas, rendidos ante el sacramento de quien tanto nos ha amado... no habrá ninguna solución...
No terminaríamos el tema. San Pablo escribía a los Corintios una carta furibunda en relación con las desigualdades y los individualismos cuando celebraban la Cena del Señor... ¡Ya no es la cena del Señor lo que celebráis! Llega a decirles... Y termina: Y por eso hay entre vosotros tantos enfermos y tantos que se mueren... porque no os dais cuenta de que es el Cuerpo del Señor lo que coméis...
Comuniones individualistas... sin sentido de comunidad...
Comuniones que refuerzan la autoimagen del fariseo, seguro de sí mismo, para despreciar a los demás.
Santísimo cuerpo y sangre del Señor que toca mi lengua... con la que después maldigo del hermano...
¡Cuerpo de Cristo, sáname, sálvame de la enfermedad del odio que lleva a la muerte!
Que contiene en sí todo deleite.
El libro de la Sabiduría dice del maná, que su sabor se adaptaba al gusto de cada uno... De ahí tomó la iglesia un versículo que se hizo muy popular en las exposiciones eucarísticas:
Les diste pan del cielo, que contiene en sí todo deleite.
Hemos hablado de la necesidad de sanación que tenemos en nuestra vida teologal:
- increencia, desesperanza de la vida eterna y odio.
Se me ocurre que cada comunión debería ser también alimento sabroso de aquello que más nos gusta y que más deseamos...
Que esta comunión, Jesús, me sepa a oración... a pureza... a valentía para testimoniarte... a generosidad con los pobres... a cercanía con los que sufren... a gozo y alegría para mis tristezas... a...
Una palabra tuya... "Yo soy vuestra paz..." "Vuestra tristeza curo..." "No temáis, soy yo..."
¡Mi hermano cuerpo!
Una palabra tuya... y mi criado quedará curado.
No, no se nos pasa por alto que la eucaristía también es causa de salud física. ¡También debemos pedir al Señor que su Cuerpo sea medicina para nuestras enfermedades y, sobre todo, desde nuestro amor por ellos, identificados con Jesús, para los enfermos...!
Permitidme una palabra al respecto. En la Sagrada Escritura el milagro de curación no tiene categoría científica, ni ese es su intento, siquiera. El milagro es un signo de la acción salvadora de Dios. El fenómeno extraordinario por sí mismo no prueba nada. Incluso no tenemos dificultad en admitir que los fenómenos extraordinarios de otras épocas han sido luego probados como naturales. Su sentido depende de la fe. En tiempos de Jesús hasta sus acciones fueron tergiversadas y atribuidas al poder de Belcebú, príncipe de demonios...
¿Por qué Jesús no curó a todos? ¿Por qué no solucionó todo el problema del hambre? ¿Por qué...? ¿Por qué en nuestros encuentros son más los que no se curan que los que notan alivio y curación de sus males?
Los santos... siempre enfermos. Os hablé al comienzo de Marta Robín... nunca se curó. Es más. Tras de la comunión de cada martes comenzaba semanalmente su calvario de dolores, de sufrimientos internos... hasta desembocar en la crucifixión de cada viernes en que se le reproducían viva y dolorosamente los estigmas de la pasión... Y murió enferma.
Dios tiene dos formas distintas de socorrer y mostrar su poder: o bien quitando el mal, o bien dando la fuerza para sobrellevarlo y hasta para entenderlo de un modo nuevo, libre y, a veces, gozoso. Un enfermo creyente, tiene como horizonte la Pascua.
Recordad que ante el aviso de las hermanas de Betania - Lázaro, tu amigo, está enfermo - Jesús no acude y hasta permite que muera. Jesús ve más lejos que Marta y María. Así ocurre, me parece, con nuestras intercesiones aparentemente inútiles por nuestros enfermos. A nosotros nos corresponde pedir... yo diría mejor: nos corresponde llevar por la oración a nuestros enfermos delante de Jesús, como los camilleros con aquel paralítico. Jesús vio lo que los demás no veían: que su mayor necesidad era el perdón de sus pecados...
Oremos muchos por los enfermos... se curen o no se curen. Seamos atrevidos, importunos pidiendo por ellos, aunque nosotros ya seamos suficientemente maduros como para aceptar nuestra enfermedad gozosamente. Cuando se trata de los demás, pidamos e insistamos. Cuentan de un monje de la antigüedad que pidió por un hermano enfermo de esta atrevida forma: Señor, cura a este hermano, tanto si es tu voluntad como si no.
Nosotros vamos a presentar con todo nuestro cariño ante Jesús a nuestros enfermos, haciendo nuestras las expresiones con que sus contemporáneos le pedían por sus enfermos. Son frases que denotan sobre todo confianza, como si dijeran: A nosotros nos corresponde pedir. A ti, Señor, te corresponde concedernos lo que según tú, sea mejor.
Señor, el que tú amas, está enfermo...
Señor, si quieres, puedes curarle...
Señor, di una Palabra y quedará sano...
P. Manolo Tercero ("Nuevo Pentecostés", nº 71)