Le servirá para entretenerse pero no se alimentará y si sigue comiendo eso es probable que le haga mucho daño. En el fondo me parece que hay dos teologías: La que cree que Dios es un jefe de estación europea que nos quiere y que hace las cosas bien para que todos los trenes lleguen a horario y la que lo considera un jefe de una estación latinoamericana que soporta a sus clientes, que los ama y que constata diariamente que muy pocos llegan a horario por huelgas, descarrilamientos, problemas con los inspectores. Creo que el primero es el de la teología que se predicó en América latina por los españoles y estaba muy alineada con el control social que se quería imponer sobre los pueblos originarios. Me parece que ese Dios no existe.
El que predica la segunda teología se parece al Dios real -mal que les pese a algunas comunidades religiosas-. Dios no elige ser jefe de estación del primer mundo y se revela como un dios del tercer mundo. Los teólogos de la liberación me dicen que el Dios que se reveló en Jesús elige los pobres para revelarse. Yo no estoy tan seguro de que nos elige. En oportunidades pienso que nunca pudo salirse de nuestra colectividad y desde nuestro colectivo le encantaría que fuéramos menos bananeros.
Es interesante ver cómo en épocas de catástrofes, se disparan imágenes colectivas de Dios mostrando la diversa calidad de la educación espiritual que recibimos.
Que sucesos como el terremoto de Chile o el de Haití que fulminó a miles de niños y personas inocentes haya sido un castigo colectivo por extrañísimas culpas individuales es poco convincente. Que ocurra por no dar salida al mar a los bolivianos como dicen catolicos peruanos o por no apoyar el proyecto de recuperación de los militares argentinos o repartir píldoras after- day (señoras de la alta burguesía chilena) es inconcebible.
Ya el profeta Ezequiel dijo: “Habla Dios: No quiero la muerte del pecador, sino que conozca el amor de Dios y viva." El teólogo J.A. Pagola enfoca el tema desde el Evangelio.
“Unos desconocidos le comunican a Jesús la noticia de la horrible matanza de unos galileos en el recinto sagrado del templo. El autor ha sido, una vez más, Pilato. Lo que más los horroriza es que la sangre de aquellos hombres se haya mezclado con la sangre de los animales que estaban ofreciendo a Dios. No sabemos por qué acuden a Jesús. ¿Desean que se solidarice con las víctimas? ¿Quieren que les explique qué horrendo pecado han podido cometer para merecer una muerte tan ignominiosa? Y si no han pecado, ¿por qué Dios ha permitido aquella muerte sacrílega en su propio templo? Jesús responde recordando otro acontecimiento dramático ocurrido en Jerusalén: la muerte de dieciocho personas aplastadas por la caída de un torreón de la muralla cercana a la piscina de Siloé. Pues bien, de ambos sucesos hace Jesús la misma afirmación: las víctimas no eran más pecadores que los demás. Y termina su intervención con la misma advertencia: «si no os convertís, todos pereceréis».
La respuesta de Jesús hace pensar. Antes que nada, rechaza la creencia tradicional de que las desgracias son un castigo de Dios. Jesús no piensa en un Dios "justiciero" que va castigando a sus hijos e hijas repartiendo aquí o allá enfermedades, accidentes o desgracias, como respuesta a sus pecados. Después, cambia la perspectiva del planteamiento. No se detiene en elucubraciones teóricas sobre el origen último de las desgracias, hablando de la culpa de las víctimas o de la voluntad de Dios. Vuelve su mirada hacia los presentes y los enfrenta consigo mismos: han de escuchar en estos acontecimientos la llamada de Dios a la conversión y al cambio de vida. Todavía vivimos estremecidos por el trágico terremoto de Chile y Haití. ¿Cómo leer esta tragedia desde la actitud de Jesús? Ciertamente, lo primero no es preguntarnos dónde está Dios, sino dónde estamos nosotros. La pregunta que puede encaminarnos hacia una conversión no es "¿por qué permite Dios esta horrible desgracia?", sino "¿cómo consentimos nosotros que tantos seres humanos vivan en la miseria, tan indefensos ante la fuerza de la naturaleza?". “Al Dios crucificado no lo encontraremos pidiéndole cuentas a una divinidad lejana, sino identificándonos con las víctimas. No lo descubriremos protestando de su indiferencia o negando su existencia, sino colaborando de mil formas por mitigar el dolor en Chile y Haití y en el mundo entero. Entonces, tal vez, intuiremos entre luces y sombras que Dios está en las víctimas, defendiendo su dignidad eterna, y en los que luchan contra el mal, alentando su combate.”
Al Dios resucitado lo sentimos cuando se ama con pasión recíprocamente y se entra en comunión. Conspiran con esta experiencia los que se sienten superiores o los que se sienten castigados por Dios. Cuando haya menos gente que se sienta así, tal vez podremos comprender algo más del misterio que habita entre nosotros y que nos lleve a nuevas calmas entre cataclismos.
Padre Leonardo Belderrain, bioeticista.
Capilla “Santa Elena”. Parque Pereyra Iraola. Argentina |