Creo que muchas veces nuestro problema de conversión del corazón, que nos lleva a una falta de identidad, no es otro sino esa especie como de ligereza, de superficialidad con la que, al ver las situaciones que estamos viviendo, pensamos que al fin y al cabo no pasa nada. Sin embargo, puediera ser que, cuando quisiéramos arreglar las cosas, ya no haya posibilidades de hacerlo.
Cuántas veces vivimos con una superficialidad que nos impide entrar en nuestro interior y darnos cuenta de la gravedad de algunos comportamientos, de algunas actitudes que estamos tomando, o darnos cuenta de la seriedad de algunos movimientos interiores que estamos consintiendo; con lo que nosotros estamos aceptando una forma de vida que puede llegar a apartarnos realmente de Dios, que pueden llegar a endurecer nuestro corazón e impedir que el corazón se convierta y llegue a darse a Dios nuestro Señor.
Cuántas veces este problema sucede en las almas, y cómo, cuando nosotros lo captamos, podríamos decir simplemente: “total es sin importancia, no pasa nada”. Sin embargo, es como si el soldado que estuviese vigilando en su puesto de guardia oyese un ruido y dijese: “no es nada.” Pero, ¿qué pasaría si detrás de ese ruido estuviese alguien?
Ahora bien, para vigilar, no basta no ser indiferentes. Para vigilar auténticamente, es muy importante que nos demos cuenta tanto de la profundidad como de la debilidad del alma. Tenemos que darnos cuenta de que no tenemos garantizada la vida. ¿Quién de nosotros puede poner una mano en el fuego por la propia seguridad, o por la propia salvación? San Pablo dice: “Quién está de pie, tenga cuidado, no sea que caiga”.
Tenemos que ser conscientes de que solamente un alma que se sabe herida, es un alma capaz verdaderamente de vigilar, porque entonces va a tener una especie como de instinto interior que le va a ir llevando a no dejar pasar las cosas sin revisarlas antes. Es como cuando estamos enfermos y no podemos tomar algún tipo de comida, antes de comer algo nos fijamos qué ingredientes tiene esa comida, no vaya a hacer que nos haga daño. ¿Por qué en el espíritu a veces nos sentimos tan fuertes, cuando realmente somos tan débiles?
Sin embargo, esa debilidad no nos debe llevar a una actitud de temor ante la vida, a una angustia interior insoportable. Porque si nos damos cuenta de que lo único que puede sostener nuestra vida, lo único que puede hacernos profundizar realmente en nuestra existencia no es otra cosa sino el amor de Dios, el anhelo de Dios, el deseo de Dios, eso mismo nos llevaría a una auténtica conversión del corazón, a un grandísimo amor a Él.
¿Hay en mi alma ese anhelo de Dios nuestro Señor? ¿Hay en mi alma ese ardiente fuego por amar a Dios, por hacer que Dios realmente sea lo primero en mi vida? Éste es el camino de conversión, es la forma de ver el camino de la salvación. No nos quedemos simplemente en los comportamientos externos.
La Cuaresma, más que un comportamiento externo, tiene que ser un llegar al fondo de nosotros mismos; la mortificación corporal debe dar frutos espirituales.
Vamos a pedirle a Jesucristo en la Eucaristía, que así como Él se nos da en ese don, nos conceda poseer una gran profundidad en nuestra vida para poder tener conciencia de nuestra debilidad, y, sobre todo, nos conceda un gran anhelo de vivir a su lado, porque si algún día en ese camino de conversión del corazón, por ligereza o por superficialidad, caemos, si tenemos el anhelo de amar a Dios, tenemos la certeza de que tarde o temprano, de una forma u otra, acabaremos amando.
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