El Jueves Santo, estamos conmemorando la Cena del Señor, la Ultima Cena del Señor, la noche antes de su muerte. Jesucristo instituyó el Sacramento de su Cuerpo y su Sangre, el Sacramento de la Eucaristía, en la noche del Jueves, en que tenía lugar la Fiesta de Pascua con sus discípulos, esa Fiesta tan importante que todo el Pueblo de Israel celebraba y que nos describe la Primera Lectura (Ex. 12, 1-14).
La Pascua significa el “paso” de Yavé, Quien pasó de largo las casas de los Israelitas, sin hacer daño a sus primogénitos, mientras hería a los primogénitos egipcios.
Como la salida de los Israelitas de Egipto tuvo lugar enseguida de esta última plaga, la tradición hebrea relacionó el rito de la Pascua también con este éxodo y se comenzó a dar a la sangre del cordero pascual un valor redentor, pues gracias a la sangre los hebreos fueron rescatados -redimidos- de la esclavitud de los egipcios.
Es así como el Señor y los discípulos se encuentran celebrando esta fiesta la noche antes de la muerte de Jesús, pues la instrucción recibida de Yavé era esta: “Ese día será para ustedes un memorial y lo celebrarán como fiesta en honor del Señor. De generación en generación celebrarán esta festividad, como institución perpetua”. Así leemos al final de la Primera Lectura del libro del Exodo.
Pero sucede algo imprevisto en esa última celebración pascual de Jesús con sus discípulos: Jesús, después de comer la cena pascual, sustituye al cordero pascual por Sí mismo. El se entrega como el “verdadero Cordero Pascual” (Prefacio de la Misa de Pascua).
Ese verdadero Cordero es el que San Juan Bautista, su Precursor, nos identifica cuando lo ve llegar al Jordán: ”Allí viene el Cordero de Dios, el que carga con el pecado del mundo” (Jn. 1, 29).
También en el Apocalipsis se nos presenta a Cristo como Cordero, sacrificado -“degollado”- sí, pero ya glorioso: “Digno es el Cordero, que ha sido degollado, de recibir el poder y la riqueza, la sabiduría y la fuerza, la honra, la gloria y la alabanza” (Ap. 5, 12). “Al que está sentado en el trono y al Cordero, alabanza, honor, gloria y poder por los siglos de los siglos” (Ap. 5, 13-b).
Pero en la Ultima Cena también Cristo nos deja su Sangre además de su Cuerpo. Recordemos que para el pueblo de Israel, la sangre tenía un carácter sagrado, pues la sangre es vida y, por tanto, tiene relación con Dios, dador de la vida.
Más aun, la Alianza entre Yavé y su pueblo se sella mediante un rito de sangre: la mitad de la sangre de las víctimas se arroja sobre el altar que representa a Dios y la otra mitad sobre el pueblo.
Eso lo vemos cuando, después de recibir el código de la Alianza y de explicarlo a los Israelitas, Moisés hace ese ritual y agrega estas palabras sobre el rito de la Alianza sellada con sangre: “Esta es la sangre de la Alianza que Yavé ha hecho con ustedes, conforme a todos estos compromisos” (Ex. 24, 3-8).
De allí que en la Ultima Cena, según nos refiere San Pablo en la Segunda Lectura (1 Cor. 11, 23-26), también Jesús cambió la sangre del cordero de la Antigua Alianza por su propia Sangre. En efecto, al presentar el cáliz con el vino, dijo: “Este cáliz es la Nueva Alianza, la cual se sella con mi Sangre”.
Estaba el Señor anunciando su muerte al día siguiente y su Sangre derramada en la Cruz.
Así, su Cuerpo entregado y su Sangre derramada hacen de la muerte de Cristo un sacrificio único: sacrificio de alianza, que sustituye la Antigua Alianza del Sinaí por esta Nueva Alianza, en la cual el Cordero es Cristo, y en la que no se derrama sangre de animales, sino la del mismo Cristo.
Y todo este sacrificio de Jesús, para nuestra redención: todo esto por mí y para mí. Y esta Nueva Alianza es perfecta, puesto que Jesús nos redime de nuestros pecados y nos asegura para siempre el acceso a Dios y la posibilidad de vivir unidos a El, mediante la recepción de su Cuerpo y de su Sangre en la Comunión, Sacramento de salvación que nos dejó instituido en el primer Jueves Santo de la historia.
Por eso en el Salmo 115 cantamos: “Gracias, Señor por tu Sangre que nos lava”. Este Salmo nos recuerda nuestros compromisos –la Alianza- con el Señor y nos lleva al agradecimiento por su sacrificio: “¿Cómo le pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? … Cumpliré mis promesas al Señor”.
Celebramos todos estos misterios y compromisos al conmemorar la Ultima Cena del Señor cada Jueves Santo. El Sacramento de la Eucaristía es el Regalo más grande que Jesús nos ha dejado: todo su ser de Hombre y todo su Ser de Dios, para ser alimento de nuestra vida espiritual, para unirnos a El.
El misterio del Cuerpo y la Sangre de Cristo es un misterio de Amor. Dios Padre nos entrega a su Hijo para redimirnos del pecado, para pagar nuestro rescate. ¡Qué precio para rescatarnos! La Vida de Jesucristo, el Cordero de Dios, entregada en la Cruz. Y esa entrega del Hijo de Dios por nosotros los seres humano, se renueva en cada Eucaristía.
Después de la Misa Solemne de la Cena del Señor, cada Jueves Santo en cada Iglesia Católica en el mundo, Jesucristo mismo en la Sagrada Hostia, es trasladado a un Altar especial que se ha preparado para allí ser adorado por todos los fieles que deseen hacerlo la noche del Jueves Santo y al día siguiente, hasta antes de comenzar el Oficio del Viernes Santo
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