Lucas 6, 1-5
Un sábado, Jesús atravesaba un sembrado; sus discípulos arrancaban y comían espigas desgranándolas con las manos. Algunos de los fariseos dijeron: ¿Por qué hacéis lo que no es lícito en sábado? Y Jesús les respondió: ¿Ni siquiera habéis leído lo que hizo David, cuando sintió hambre él y los que le acompañaban, cómo entró en la Casa de Dios, y tomando los panes de la presencia, que no es lícito comer sino sólo a los sacerdotes, comió él y dio a los que le acompañaban? Y les dijo: El Hijo del hombre es señor del sábado.
Reflexión:
Cristo no ha venido a abolir la ley sino a que tenga pleno cumplimiento. Sin embargo podríamos pensar que Cristo aquí, como en otros pasajes evangélicos, se contradice consigo mismo. ¿Cómo puede permitir que sus apóstoles hagan lo que no está permitido por la ley? ¿Estaría en contra de ella? ¿Podría ser que estuviese el mismo Dios en contra de sí mismo?
El sentido de sus palabras, muy por el contrario, es otro. No está aboliendo el cumplimiento del sábado, día de reposo sagrado entre los judíos. Está dándole el sentido exacto. Nos quiere conducir al espíritu de la ley, no a la esclavitud de la ley por la ley.
Sus apóstoles tienen hambre. Seguro que han caminado por duros senderos todos esos días. Han dormido mal, han comido mal, han predicado con el Maestro hasta los límites de las fuerzas humanas. Resulta que es sábado, la gente está en su casa guardando el precepto y ven que hay abundantes espigas. ¡Buen momento para comer! Nadie los está molestando. Comienzan a arrancar espigas y a comerlas. Merecen comer por el bien que han hecho los otros días. Está el Maestro allí y seguro que les miraría con una gran sonrisa. Les miraría con entrañable amor. Y ellos, felices, que bien conocían las tradiciones de sus mayores, no sentirían el peso de la conciencia que les hubiese recriminado hacer algo indebido como arrancar espigas en sábado. Estaban tranquilos porque el Señor del sábado les acompañaba. No estaban, en realidad, quebrantando el precepto. Lo cumplían mejor que los demás. Habían comprendido que no estaba el mal en arrancar o no espigas en el día del Señor, que no era un pecado estar sucios por fuera cuanto por dentro, que no sucedía nada si hacían el bien que no hacer nada. Habían dado gloria a Dios y lo estaban haciendo comiendo ante la mirada de su Señor. Mal harían si desacralizaran el día consagrado a Dios con acciones deshonrosas y pecaminosas, con insultos al hermano, con malos pensamientos, con egoísmos ciegos y estériles.
Los fariseos, al ver lo que hacían, replicaron al Señor lo mal que hacían los discípulos al no guardar el sábado. Cristo les responde citando la acción aparentemente mala de uno de los personajes más importantes de Israel como era el rey David. ¿Había obrado mal éste haciendo lo prohibido por la ley? Obviamente los fariseos se dieron cuenta que no es la rigidez de la ley la que salva sino su espíritu, que no son ciertos actos sino las intenciones profundas del corazón, los actos verdaderamente pecaminosos los que ofenden a Dios como haber pensado mal del otro.
Y como con una suerte de “ley” Cristo enuncia su famosa sentencia: El Hijo del Hombre es Señor del sábado. Quien obra con los sentimientos de Cristo, que son también los sentimientos de la Iglesia, jamás se equivocará, jamás desacralizará el sábado o el día consagrado al Señor, sino que le dará pleno cumplimiento. Y ante sus ojos estaremos tan bien que sea que comamos, sea que durmamos estaremos dando gloria a Dios, santificando su día.
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