Practicar la fe
Ramiro Pellitero
Profesor de Teología Pastoral
Universidad de Navarra
Con frecuencia se oye decir: “Creo pero no practico”. Si se pregunta por el significado concreto de estas palabras, el encuestado responderá que acepta la existencia de un ser transcendente, incluso de un Dios personal; pero que no reza –al menos como entiende que la Iglesia prescribe–, no va a Misa, no se confiesa, etc. Y así se ha extendido esa expresión, que tiene su sentido a la vez que encierra una contradicción, no percibida por el que la sostiene.
Y es que “practicar” la fe cristiana supone ciertamente la oración y los sacramentos, pero no sólo eso. Practicar la fe abarca el amor a Dios y el amor al prójimo, dar culto a Dios y servir a los demás con la caridad y la justicia.
En uno de sus sermones exhorta San Agustín: “Dichosos nosotros si llevamos a la práctica lo que escuchamos (en la iglesia)…Porque cuando escuchamos es como si sembráramos una semilla, y cuando ponemos en práctica lo que hemos oído es como si esta semilla fructificara” (Sermón 23A). Y añade que la vida cristiana, como la de Jesús, se fundamenta en dos actitudes: la humildad y la acción de gracias.
La humildad lleva, en efecto, a morir a uno mismo para dar la vida a otros. Y la acción de gracias (eso significa Eucaristía) se ofrece a Dios Padre como culto, a la vez que se traduce en servicio por el bien de todos: damos gracias a Dios que nos ha salvado y manifestamos nuestro agradecimiento preocupándonos, con hechos, por los demás.
“Vivamos, por tanto, dignamente –concluye San Agustín–, ayudados por la gracia que hemos recibido y no hagamos injuria a la grandeza del don que nos ha sido dado”.
En definitiva, practicar la fe es ese “vivir dignamente, ayudados por la gracia”. Por tanto, no practica quien no vive los sacramentos, y tampoco practica quien no se preocupa por las necesidades materiales y espirituales de los demás.
“Practicar la fe” es amar a Dios sobre todas las cosas, muriendo al egoísmo y al pecado (la búsqueda del bienestar o del poder a toda costa; ponerse a uno mismo en el centro, ocupando el lugar de Dios). Y al mismo tiempo –con y como Cristo– traducir ese amor en el amor al prójimo. Y esto, en concreto, comenzando por los que nos rodean, en el ambiente de trabajo, en la familia, en las relaciones sociales y culturales.
De esta manera “la práctica de la fe” es, sencillamente, la vida cristiana bien “vivida”, tal y como la pueden y deben ejercitar la mayor parte de las personas, en medio de la calle. La fe lleva a la oración y a los sacramentos, y “fructifica” en el trabajo por el bien material y espiritual de todos, especialmente de los más necesitados.
Sólo así se comprueba que la fe es luz –que asume también la razón– y fuerza que sostiene al cristiano, tanto en las situaciones más comunes como en las más difíciles y extraordinarias de su vida.
Un ejemplo de ello se ve en la película “Prueba de fuego” (Fireproof, A. Kendrick, 2008). Queda claro que la oración y el sacrificio unidos a Cristo son eficaces ante las crisis. Esto es verdad sobre todo cuando la existencia gira en torno a la Eucaristía.
La fe no es un conjunto de teorías, ni tampoco un manojo de sentimientos ni un código de reglas, sino una Vida y un amor, que Dios nos ha entregado en Cristo por la gracia del Espíritu Santo, para que nosotros nos entreguemos por el bien de los demás. Según el apóstol Santiago, la fe sin obras es una “fe muerta”. Practicar la fe es “vivir la fe” y “vivir de fe”. Según Benedicto XVI, la fe lleva a ponerse al servicio del mundo, con el amor y la verdad (cf. encíclica Caritas in veritate, n. 11).
(La cope)
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