Una comunidad de hermanos
y de iguales
Miremos al interior del grupo de Jesús. Jesús era un carismático itinerante; se fiaba del dinamismo y del impulso del Espíritu libre de Dios más que de todas las estructuras y normas. Por consiguiente, no se preocupó de organizar su grupo dotándolo de normas concretas de funcionamiento. Es vano buscar en él la legitimación de las actuales estructuras de la Iglesia. Jesús no pensaba en el futuro de su grupo, sino en el futuro de justicia y de bienaventuranza que esperaba del reinado inminente de Dios.
No obstante, Jesús sí se preocupó y mucho, de las relaciones entre los miembros de su grupo. Ahí sí podemos aprender cosas esenciales para la Iglesia de hoy y de siempre. ¿Qué tipo de relaciones habrán de vivir, pues, los discípulos entre sí? Todo lo que es posible decir lo condensó Jesús en una palabra: hermano. Esa palabra expresa mejor que ninguna otra cómo ha de ser la Iglesia hacia dentro y hacia fuera. Y esa palabra expresa mejor que ninguna otra cuál es la tentación y el pecado principal de los discípulos de Jesús: dominar a otros.
En una escena muy ilustradora referida por Marcos, a Jesús le pasan aviso de que fuera le esperan su madre y sus hermanos. Jesús les responde: “¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?” Y mirando a los que estaban sentados a su alrededor, añadió: “Éstos son mi madre y mis hermanos” (Mc 3,31-34).
Jesús se distancia llamativamente de su familia. Rechaza la estructura familiar dominante de su época: la estructura patriarcal (o matriarcal) basada en la autoridad y en la subordinación. Jesús rompe con los moldes familiares de su tiempo.
En la “familia de Jesús”, no hay “padre”. No hay tampoco “madre”. Ni, en consecuencia, hermanos y hermanas integrados en un sistema de subordinación. El compañerismo y la fraternidad de iguales sustituyen al patriarcado/matriarcado.
Jesús no considera a sus discípulos como súbditos y siervos. No los mira de arriba abajo. Sólo el que tiene poca confianza en sí y poca autoestima necesita dominar a otros. Jesús no necesitaba hacerlo. Está seguro de la tarea que Dios le encomienda, está seguro de sí, y por eso irradia “autoridad” (cf. Mc 1,27) y trata a sus discípulos como amigos (cf. Jn 13,14).
Puesto que Jesús nos ha tomado a todos como hermanos, podemos ser hermanas y hermanos unos de otros. Y ésa es la primera condición para poder constituir una comunidad.
“Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar maestro, porque uno es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. Ni llaméis a nadie padre vuestro en la tierra; porque uno sólo es vuestro Padre: el del cielo. Ni os dejéis llamar guías, porque uno sólo es vuestro guía: el Mesías. El mayor entre vosotros será el que sirva a los demás” (Mt 23,8-11).
Se produjo entre ellos una discusión sobre quién debía ser considerado el más importante. Jesús les dijo: “Los reyes de las naciones ejercen su dominio sobre ellas, y los que tienen autoridad reciben el nombre de bienhechores” (Lc 22,24-26).
No hay palabras que expresen mejor cómo ha de ser “hacia dentro” la comunidad de Jesús, ni texto que diga mejor que en la Iglesia es indispensable la democracia, una democracia verdadera, no una mera democracia formal representativa que sólo se ejerce cada cierto tiempo en las elecciones...
El saber, la autoridad, el poder, pertenecen únicamente a Dios, y nadie debe adueñarse de ellos ni acapararlos para sí, ni siquiera para el “tiempo del mandato”.
Así pues, de ninguna manera legitima Jesús ningún sistema político o religioso “teocrático”, que suele sacralizar un poder supuestamente recibido de Dios o de su representante de manera directa.
El poder de Dios que crea y libera, por el contrario, reside en el corazón de todas las criaturas y de todos los seres humanos y en sus relaciones mutuas. El poder reside abajo, en lo más bajo y se manifiesta en relaciones de igualdad, participación, correlación y corresponsabilidad. Por ello, el poder de Dios deriva del pueblo o de la comunidad hacia sus representantes, no a la inversa, y ha de servir únicamente para que todos sean más libres y más hermanos.
Miremos a la institución eclesial. En la lógica de Jesús no es concebible el sistema monárquico-teocrático actual de la institución eclesial, en la cual una cúspide sagrada detenta un poder absoluto supuestamente recibido de Dios por vía quasi-hereditaria (“ordenación”).
Una Iglesia que quiera ser de verdad “teocrática” y ejercer el poder como Dios lo ejerce ha de ser necesariamente democrática. Y será de verdad democrática cuando en todos los campos sea fraterna, corresponsable, relacional. Que los/las dirigentes de las comunidades sean elegidos/as por las propias comunidades es una condición mínima y necesaria, pero no suficiente.
La cuestión del poder nos afecta a todos, no solamente a los miembros de la “jerarquía” eclesial (expresión que constituye una contradicción en los términos): allí donde nos movemos (familia, trabajo, voluntariados, grupos y movimientos sociales...) ¿procuramos de verdad ser cauce de ese poder creador de Dios? ¿Ejercemos y fomentamos la máxima participación, correlación, corresponsabilidad y democracia posible?
Jesús da muy pocas órdenes en el evangelio. Manda poco. También este aspecto es muy característico de la conducta de Jesús según los evangelios: no habla ni actúa en nombre de la autoridad, sino que se gana su autoridad con su forma de hablar y de actuar.
No es posible hablar de la comunidad de discípulos de Jesús sin hacer mención de las ofensas y de las injusticias que cada día tienen lugar entre los hermanos. ¿Qué hacer en tal caso? “Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano cuando me ofenda? ¿Siete veces?, pregunta Pedro a Jesús. Jesús le responde: “No te digo siete veces, sino setenta veces siete” (Mt 18,21-22).
Perdonar es difícil. ¡Cuán difícil es perdonar! Perdonar no es olvidar ni consentir con la injusticia. Perdonar es curar el recuerdo herido por la ofensa recibida o infligida. Perdonar requiere sinceridad, franqueza, firmeza. Perdonar requiere ante todo fe en la bondad del que me ha ofendido. Perdonar significa mirar atrás sólo para caminar adelante. Perdonar significa perdonarse. Perdonar significa ser paciente consigo y con el otro.
¿Y qué pasa cuando alguien impide gravemente la vida común? Entonces se ha de poner en práctica la “corrección fraterna”, con la máxima discreción, con vistas a recuperar al hermano o a la hermana sin humillarle: “Si tu hermano te ofende, ve y repréndelo a solas” (Mt 18,15). Y si no hace caso a uno ¾dice Jesús¾ que vayan dos, y si tampoco les hace caso a los dos, que se plantee en comunidad (Mt 18,16-17).
¿Quién tiene la última palabra? No la tiene uno, ni dos, sino la comunidad entera. Es la comunidad la que cuenta con el poder de atar y desatar, es decir, el poder de expulsar al hermano fuera de la comunidad o de acogerlo de nuevo dentro de ella (Mt 18,18).
Obsérvese que este poder de atar y desatar, que Jesús otorga a Pedro en Mt 16,18, aquí (Mt 18,18) por el contrario se lo da a toda la comunidad de discípulos/as (así sucede también en Jn 20,23).
Nadie en la comunidad tiene, pues, el monopolio de nada, y menos aun el monopolio del perdón. Todos necesitamos el perdón, y todos estamos llamados a ser de múltiples maneras signo y fuente del perdón/compañía/acogida que es Dios. Jesús tiene siempre ante los ojos una comunidad sin privilegios y sin escalas de categoría.
Solamente así podemos ser Iglesia y sólo así puede la Iglesia ser Iglesia de Jesús y desempeñar su misión.
La misión del grupo de Jesús no era la subsistencia ni la expansión del propio grupo. Se constituyó para acoger y para promover el reino de Dios, el mundo nuevo que Jesús anunció. Ese anuncio les había convocado en torno a Jesús, y era su razón de ser. Sigue siendo nuestra razón de ser como Iglesia.
Y en su manera de vivir y, sobre todo, de relacionarse entre sí, el grupo de Jesús debía ser un espejo, una imagen del mundo nuevo que esperaban y anunciaban.
También nosotros debemos querer e intentar serlo, con todas nuestras limitaciones, heridas y contradicciones. La Iglesia como tal debe querer e intentar serlo hoy, con todas sus rémoras y ambigüedades.
¿Cómo puede proclamar que el reino de Dios trae paz, si en ella hay rivalidades y luchas de poder? ¿Cómo puede anunciar que Dios reúne a las “tribus” dispersas, si no nos entendemos entre nosotros?
¿Cómo puede proclamar que el reino de Dios trae la bienaventuranza de los pobres y de los hambrientos y sedientos, si hay cristianos ricos y pobres, saciados y hambrientos?
¿Cómo puede proclamar que el reino de Dios consuela a los tristes, si no nos consolamos mutuamente? ¿Cómo puede proclamar que el reino de Dios cura a los enfermos, si no nos acogemos y curamos unos a otros?
La Iglesia debe ser no solamente anunciadora, sino ella misma como tal debe ser anuncio del reinado y del reino de Dios.
José Arregi
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