Obispo
Los
datos históricos sobre su persona y obra están en la penumbra, hay
penuria de historia fiable y, por el contrario, contamos con abundancia
de fábula.
Una antigua leyenda cuenta que siendo niño Medardo fue protegido de
la lluvia por un aguila gigante, hecho que es usado frecuentemente en su
iconografía. Por ello es que los franceses de la Edad Media
recurrieran a él para pedir lluvia y verse libres de pedrisco, y
posteriormente toda Francia le invocara contra el dolor de muelas por
tomarle como protector contra este mal; de hecho, se le representa con
una amplia sonrisa que deja ver sus hermosos dientes, y quedó para la
cultura popular el dicho:
«ris qui est de saint Médard - le coeur n’y prend pas grand part» (En la risa de san Medardo - el corazón no toma mucha parte).
Nació en Salency de padre franco y madre galorromana cuyos nombres
aportados por la imaginación posterior son Néctor y Protagia. Dicen que
estudió en la escuela episcopal de Veromandrudum, lugar que sitúan cerca
de la actual Bélgica, en donde hay recuerdos históricos para los
hispanos por la victoria de Felipe II en san Quintín -Saint Quentin- que
nos valió el Escorial. Ya como estudiante se distinguió -según las
crónicas- por su caridad limosnera dando a algún compañero famélico su
comida y a un peregrino caminante un caballo de la casa paterna.
Con estos antecedentes se ve natural que se decida por la Iglesia y
no por las armas. Se ordena sacerdote y de nuevo la fábula lo adorna con
corona de actos ejemplares, aleccionadores y moralizantes para
adoctrinar a los amigos de lo ajeno sobre el respeto a la propiedad:
unos desaprensivos que robaron uvas y no supieron luego descubrir la
salida de la viña sirven para demostrar que el pecado ciega; de los
ladrones de miel en las colmenas propiedad de otros y que fueron
atacados por el enjambre saca la conclusión que el pecado es dulce al
principio, pero después castiga con dolor; de aquel que, merodeando, se
llevó la vaca del vecino y cuyo campanillo no dejó de sonar día y noche
hasta su devolución dirá que es el peso de la conciencia acusadora ante
el mal.
Y es que el tiempo de su vida entra dentro de las coordenadas del
lejano mundo merovingio. Meroveo, rey de los francos, ha prestado un
buen servicio a Roma peleando y venciendo a Atila (541), Childerico ha
comenzado a poner las bases de un reino al que Clodoveo dará unidad
política y religiosa cuando se convierta al catolicismo por ayuda de su
esposa Clotilde y del obispo Remigio, después de las batallas de Tolbías
(496) en la que venció a los francos ripuarios y alamanes y de Vouille
(507) apoderándose de los territorios visigóticos con la expulsión de
los arrianos. Ni la conversión de Clodoveo -que siempre apreció los
dictámenes de su talento político más que los de su conciencia- ni la de
sus francos consiguió un súbito cambio al estilo de vida cristiana;
hizo falta más bien la labor callada y paciente de muchos para mejorar a
los reyes, al ejército y a los paisanos.
A Medardo lo hacen obispo a la muerte de Alomer; con probabilidad lo
consagra Remigio. Y se encuentra inmerso en el difícil y cruel mundo de
restos de paganismo con resistencia a la fe; deberá luchar contra la
superstición de sus gentes, contra la ignorancia, las duras costumbres,
la haraganería, rapiña y asesinatos. A ese amplio trabajo evangelizador
se presenta Medardo con las armas de la bondad y de la comprensión más
que con el báculo, el anatema o el látigo. Por ello la fuente popular
que describe graciosamente su persona y obra la adorna, agradecida, con
el aumento de detalles que la fantasía atribuye al santo con la bien
ganada fama de bondad. Detrás de la narración ampulosa que hacen los
relatos se descubren, entre el follaje literario, los enormes esfuerzos
evangelizadores de los -sin organización aún, ni derecho- primitivos
francos.
Murió en torno al año 560 y sus restos se trasladaron a la abadía de
Soissons donde le veneraron durante toda la Edad Media los ya más y
mejores creyentes francos.