El Papa Juan Pablo II,
en una solemne sala del Vaticano, recibe a una de las más altas
autoridades religiosas del judaísmo, el gran Rabino del Estado de Israel,
Meir Lau.
La formal entrevista se llevó a cabo en fraternal
marco y quedó espacio para el relato anecdótico. Entonces,
el religioso judío narró al Sumo Pontífice un hecho acaecido hace largas
décadas en una ciudad europea.
Le contó que terminada la Segunda Guerra
Mundial , una señora católica se dirigió al párroco de su pueblo, para
hacerle una consulta.
Ella tenía a su cuidado, desde los días de
la guerra, a un pequeño niño judío que le habían encomendado, pues sus
padres habían sido enviados a un campo de concentración.
Los
padres del niño, desaparecidos en el trágico infierno de la masacre nazi,
habían previsto para él un futuro en la tierra de Israel. La señora
se encontraba ante una encrucijada y pedía al sacerdote católico un
consejo.
El párroco tuvo una pronta y comprensiva respuesta: Se debe
respetar la voluntad de los padres'.
El citado niño judío fue enviado
al entonces naciente Estado de Israel, donde se criaría
y educaría.
La anécdota resultó muy interesante para
Karol Wojtyla, y pasó a ser más conmovedora aún, cuando el
gran rabino le aclaró la identidad de aquellas personas:
'Usted,
Eminencia, era ese párroco católico. Y ese niño huérfano... era
yo'.
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