A vuestros pies, hermanos
Me rendiré, como sacerdote,
para recordarme a mí mismo
que, un sacerdocio sin obras,
son palabras que tal vez disipa el viento.
Que una entrega clavada y escrita en discursos,
exige como broche de oro el amor.
Un amor que es sacrificio y sufrimiento,
pasión, incomprensión e incluso rechazo.
¡A vuestros pies, hermanos!
Me inclinaré como cristiano.
Sabiendo que, si digo ser de Cristo,
he de descender a la realidad del que llora,
o desde la pobreza añora una mano amiga.
¡A vuestros pies, hermanos!
Derramaré el agua de mi tiempo
cuando, la soledad que a tantos atenaza,
reclame mi atención, mi presencia o mi consejo.
Enjugaré, con las lágrimas de mi compasión,
cuando encuentre peregrinos que han perdido el norte,
almas que, por el camino, quedaron tibias,
corazones que, en tantas traiciones,
quedaron enfundados en el pesimismo o el desamor.
¡A vuestros pies, hermanos!
Caeré envuelto con la toalla de mi comprensión,
ataviado con el traje del que sirve más y mejor,
fortalecido con la jofaina de la oración,
enriquecido con el agua de la fe,
empujado con las armas de la oración.
¡Sí! ¡A vuestros pies, como Jesús!
Me inclinaré para, en esos pies sufrientes,
encontrar las huellas de un Dios invisible pero visible,
triunfante pero presente en la humanidad doliente,
celeste pero abrazado al hombre bajo mil cruces.
¡A vuestros pies, hermanos!
Dirigiré mis ojos, mis manos y mi corazón.
Mi ojos para ver en ellos el rostro de Cristo.
Mis manos, para ser testigo de la fe y del Evangelio.
Mi corazón, para no quedarme disfrazado en palabras.
Gracias, Señor, porque al buscar mis pies,
me indicas y sugieres el camino que he de seguir
para amarte, servirte y ofrendarte mi vida entera:
¡El amor que se da cayendo a los pies de los demás!
P. Javier Leoz