Padre Pedro Arrupe con su S.S. Pablo VI
Cuando todavía era joven sacerdote y vivía en Hiroshima, vivió el 6 de agosto de 1945 la fuerte experiencia de la bomba atómica. Aquel día a las 8.15 de la mañana, un bombardero norteamericano lanzó la primera bomba atómica sobre la ciudad de Hiroshima. Sobre esta experiencia escribió el libro Yo viví la bomba atómica, donde describe los efectos devastadores y todo lo que él y sus siete compañeros jesuitas hicieron por ayudar a todos los damnificados. Él había estudiado medicina y, desde el primer momento, con las escasísimas medicinas del botiquín de su casa, empezó a ayudar, sobre todo, a tantos quemados por la explosión. Recordemos que ese día murieron unas 80.000 personas y quedaron heridas unas 120.000; de los 220 médicos, que había en la ciudad antes de la explosión, sólo quedaron con vida unos sesenta médicos.
Lo más triste fue que la ayuda proveniente de Tokio y Osaka se detuvo a las puertas de la ciudad, porque se había corrido la voz de que en la ciudad se había extendido un gas que mataba durante los primeros sesenta años. Nadie quería venir de fuera a ayudar. Por eso, tuvo más mérito la ayuda de los ocho jesuitas, que resultaron vivos milagrosamente. Ellos no pensaron en que iban a morir, quisieron vivir en plenitud sus últimos momentos y, si debían morir, querían hacerlo como sacerdotes, dando la vida por los demás.
El mismo padre Arrupe lo dice:
Ante este hecho, un sacerdote no puede quedarse fuera para salvar su vida… Naturalmente que, cuando a uno le dicen que dentro de la ciudad hay un gas que mata, sólo después de hacer un propósito muy firme se decide a quedarse. Pero lo hicimos y comenzamos a curar a los enfermos y a quemar los cadáveres de las calles para evitar epidemias.
Fue un trabajo agotador, pero lo hicieron con espíritu sacerdotal. Por eso, cuando era general de los jesuitas (1965-1983), siempre recordaba aquellos momentos como de los más llenos y satisfactorios de su vida, porque había vivido su sacerdocio hasta el fondo, dándolo todo sin reservarse nada.
Después de veinticinco años, lo visitó en Roma un joven sacerdote japonés, a quien él había curado sus llagas supurantes a consecuencia de las radiaciones, producidas por la bomba. Aquel muchacho se había bautizado y más tarde había sido ordenado sacerdote. Se llamaba Hasegawa Tadashi. Él, como tantos otros, se sintió llamado a la fe católica y al sacerdocio por el testimonio de vida que vio en aquellos misioneros jesuitas que lo habían dado todo.