-Vos podés tener al tipo que te dé la gana. Miráte bien ¡sos una preciosura!, la clase de mina que uno llevaría al Sheraton… ¡dejáte de perder tiempo con ese infeliz!
Así me hablaba mi amigo Cacho cuando entre tango y tango yo le preguntaba sin disimulo dónde y cuándo había visto al impresentable, ese desconocido que una noche en Niño Bien me despabiló para siempre las hormonas.
-No lo ví, y no seas estúpida. ¡Dios mío, si yo tuviera 30 añitos menos! ¡y con todo lo que ya aprendí sobre las mujeres!
Foto Graciela Calabrese/La Nación
Nunca supe su nombre de pila. Era Cacho, el hermano del Nene, y fue el primero de “los próceres” que me cabeceó cuando yo todavía era una obsesiva aspirante a bailarina, llena de voluntad pero con poca chance de alcanzar las grandes ligas. Entonces, hace más de cinco años, buscaba la perfección en la técnica ignorando que la clave de todo estaba ahí nomás, en el abrazo. Pero a eso uno lo aprende mucho después de trajinar pistas y pagar clases.
Los próceres son seres inalcanzables entrados en la séptima década y que en cada milonga tienen reservada de por vida la mejor mesa con vista al sector de las mujeres, porque en este ambiente nosotras nos sentamos enfrentadas a ellos, salvo las parejas. Estos eternos señores de elegante sport se criaron en esos míticos clubs de barrio donde tocaban las grandes orquestas y los hombres más virtuosos competían inventado pasos que hoy son el abecé de la coreografía tanguera. Mezcla de chantas y caballeros, tienen la mirada torva y desteñida como la de los marineros de altamar, siempre afeitados, oliendo a colonia o perfume importado (nunca a cigarillo), ostentan el privilegio de bailar sólo con las profesionales, o en su defecto con las íntimas amigas, quizá con alguna amante. Pero jamás manchan su reputación con una principiante, por muy desnuda que ésta tenga la espalda. Es decir, hay un antes y un después de cuando te cabecea una leyenda de éstas.
Con Cacho bailábamos la tanda de Canaro y para mí era como pasear por la pista en un Rolls Royce. Misterioso, de pasos enroscados y personales, protector en el abrazo, dulce en la marca, fue quien me abrió la puerta a muchos de los partennaires que hoy disfruto, como Tito y Juan Manuel. También fue una especie de guía espiritual, porque además de contarme los últimos chismes me enseñó a no cometer errores. Esta es una gran familia que desde hace más de cien años se maneja con códigos muy sensibles, y uno debe cumplirlos si quiere formar parte.
Malhumorado, le gustaban Tanturi, Fresedo, Canaro, Di Sarli, nunca D´Arienzo. Y como sabía de memoria todas las letras, te las cantaba bajito mientras bailaba. Los jueves salía de El Beso y a medianoche llegaba a Niño Bien, pero antes de mandarse a la pista pedía un plato de sopa, en invierno o verano. Y después, como siempre, tomaba el 37 para volver a su casa en Temperley.
Hacía más de un mes que no iba a la milonga, pero aprovechando el feriado el domingo pasé por El Beso. Entro, y automáticamente busco su mesa. Veo que está vacía. Saludo a Betty y a Juan Manuel, les pregunto por él…. Ponen cara de circunstancia. Un mes atrás, mientras bailaba con una amiga de La Plata, Cacho cayó redondo en la pista. Le hicieron respiración boca a boca, pero cuando llegaron al Argerich ya estaba muerto. Esa noche, en su memoria, pasaron Indio Manso, de Di Sarli, y todos se repitieron la misma frase: al menos murió como vivió, bailando. Volví triste a casa.