Un reciente libro de mi colega Teresita Ferrari, titulado Chicas
Caras, da cuenta de un fenómeno nuevo en la Buenos Aires
post-moderna. Se trata de las "chicas que cobran". No confundir con
prostitutas, ya que este término se aplica a mujeres de condición
humilde. Y no es el caso.
"Las que cobran" tienen entre 15 y 21 años. Van a colegios privados,
viven con sus padres en San Isidro o Pilar, hablan idiomas y se mueven
dentro de un círculo social alto. Para comprar un mp4 de última
generación, o un reloj importado, o un celular de los mejores, hacen
favores sexuales a cambio de dinero. Ellas lo dicen así: "Yo cobro".
Da la sensación de que, al principio, lo hacen por saborear una
travesura, por sentirse más allá del bien y del mal, por experimentar en
la mano la textura de dos billetes de 100 dólares que no vinieron "del
bolsillo de papá". Y luego la cosa se convierte en un ritual, es decir,
ya no tiene sentido "acariciar sin cobrar". Además, los clientes pagos
se van convirtiendo en el único círculo de amigos de estas chicas, que
se alejan de sus compañeras de colegio debido a que tienen un secreto
demasiado denso, que no pueden compartir. Parece que fuera algo parecido
a la adicción.
Naturalmente, no hay ningún comercio sin clientes: los acompañantes de
estas chiquilinas, que son también jóvenes y atractivos, sufren un
problema de pereza. Ninguno quiere tomarse el trabajo de seducir a una
chica para llevarla a la cama. Entonces...¿Qué inconveniente hay en
pagar?
Atención: según subraya Ferrari, lo que entregan estas chicas a cambio
de plata no es sexo en el sentido amplio de la palabra. Se trata de
caricias ardientes con el cuerpo desnudo o distintas variedades del sexo
oral. Lo suficiente como para complacer a cualquiera, teniendo en
cuenta que se trata de chicas sofisticadas, de forma exquisita, perfume
delicioso y modales sensacionales.
Hace veinte años se difundió que este tipo de historias tenía lugar en
el Japón: las colegialas deseaban ardientemente un jean de buena marca
y, para conseguirlo, se entregaban a juegos adultos con señores también
adultos, que podían disponer de 100 o 1000 dólares, según el caso. Algo
parecido a lo que refleja Ferrari en su impactante libro-reportaje. Y al
mismo tiempo, las chicas (las de acá) aclaran taxativamente: "Soy
virgen, yo hago otras cosas... Cuando pierda la virginidad será por
calentura, no por plata".
Hasta aquí la noticia, que dejará estupefactos a muchos padres y
asustadas a muchas madres, como nos dejó a nosotros. Es natural: el sexo
asociado a unas edades tan tiernas, y con características tan
libertinas, nos escandaliza. Hace ya algunos años que fuimos jóvenes.
Ahora bien: ¿qué es lo que nos asusta?
En otra página del mismo diario donde se publica un resumen del libro de
Teresita, se informa que en Mar del Plata van a poner "la lupa" sobre
el negocio de la esclavitud sexual. Porque "han descubierto" que hay
ciento veinte casas donde mujeres jóvenes (casi todas extranjeras) se
ofrecen por 100 pesos a los turistas. La verdad es que estos "privados"
cuentan con el clásico farolito colorado y, en muchos casos, se anuncian
en los diarios. Con sólo hojear ciertas páginas de los clasificados
porteños, sin ser detectives diplomados, vemos que esta industria es
inmensa. Muchos propietarios de inmuebles cuentan que alquilaron sus
departamentos a algún señor muy correcto para descubrir luego que el
señor no vivía allí, sino que dormían y trabajaban seis o diez chicas,
para desesperación de los vecinos, que veían tipos entrando y saliendo a
toda hora.
Aquellas jóvenes tampoco presentaban el aspecto de unas "esclavas
sexuales" sino, sencillamente, el de mujeres de vida alegre que se
estaban labrando una pequeña fortuna.
En fin: esto ha sido un trabajo de lo más común y rentable, desde el
comienzo de la humanidad. Lo llaman "el oficio más antiguo", ¿verdad?
Todos los días, los programas de chismes hablan de que Fulana es "gato" y
Mengana, "un tigre de Bengala". Mencionan la nómina de las botineras, o
sea las muchachas que seducen a un futbolista profesional por el
interés económico que les genera codearse con un hombre famoso, rico y
-por añadidura- atlético. También se enumera alegremente a las
"raqueteras". Y en las charlas de peluquería toda mujer "moderna"
asegura que lo inteligente, lo "piola", es atrapar a un empresario, un
ejecutivo, un hacendado, que tenga poder, que tenga plata, que sea joven
o apenas viejo, agradable o no tanto, argentino o extranjero, pero
esencialmente... ¡Rico! Y una vez atrapado el magnate, casarse con él o
por lo menos quedar embarazada, que en la jerga se dice "hacerle un
hijo".
Si nosotros respiramos este clima todos los días... ¿De qué nos
asustamos? Es lógico que las adolescentes avispadas y monísimas,
viendo la tele y leyendo revistas, apliquen la regla de tres simple.
Placer y belleza igual plata. Mujer más linda y más joven vale más
plata. Un simple beso húmedo vale plata. Un rato de caricias vale plata.
El sexo oral vale todavía más plata. Para cobrar plata hay que tratar
con amigos que tengan los bolsillos llenos de...plata.
Nosotros vivimos en este mundo. Lo hemos construido ladrillo por
ladrillo. ¿De qué nos asustamos? ¿De que ciertos protagonistas nos hacen
pensar en nuestros hijos?
De acuerdo, pero... era inevitable. En el viejo tiempo romántico de la
movida hippie, un afiche apelaba a la conciencia de los ejecutivos de
Wall Street: "La guerra es buen negocio...¡Invierta a su hijo!".
No vamos a descubrir ahora que esto es el Apocalipsis o la perdición
moral de los seres humanos. No. Es sólo la vida real.