De la patata lunar al condón marciano
Después de millones de visitas y cientos de secuestros -con violación sexual incluida en algunos casos-, la ufología no dispone todavía de la prueba de cargo que demuestre la existencia de exploradores alienígenas en la Tierra. Ni una sola de las miles de fotografías existentes de supuestos ovnis ha superado los análisis pertinentes. Cuando no se trata de imágenes borrosas, resulta que los ingenios extraterrestres son idénticos a las maquetas que construye el honrado testigo, como ocurre con el contactado suizo EDUARD MEIER y con el estadounidense ED WALTERS. Resulta chocante que haya filmaciones de aviones poco antes de estrellarse y ni una fidedigna de platillos volantes, aunque desde 1947 ha habido muchísimos menos accidentes aéreos que apariciones de ovnis. Los documentos sonoros incuestionables también brillan por su ausencia. A principios de los ańos 80, el ufólogo JUAN JOSÉ BENÍTEZ aseguró que en un barrio bilbaíno se había grabado el ruido de una nave extraterrestre. Para desgracia del novelista, el misterioso sonido era en realidad el canto de un sapo partero -Alytes Obstetricans-, como comprobaron técnicos de la Fonoteca del Museo Zoológico de Barcelona a instancias de FÉLIX ARES, JESÚS MARTÍNEZ y el autor.
Los alienígenas, además, se caracterizan por no haber aportado ningún conocimiento nuevo al género humano. ˇQué mejor prueba que facilitar a un analfabeto la solución al teorema de Fermat o una ecuación desconocida para los hombres de ciencia! Sin embargo, en medio siglo, lo único que los extraterrestres han transmitido a sus elegidos -personas casi todas ellas de escasa o nula formación- son mensajes mesiánicos vacíos de contenido y advertencias sobre inminentes fines del mundo que no se han convertido en realidad. Tampoco han facilitado a los contactados casi ningún objeto de origen alienígena. Lo hicieron una vez, cuando Howard Menger se trajo una patata tras un viaje a la Luna. La composición en proteínas del tubérculo selenita era, según el contactado, cinco veces superior a la de una patata terrestre. Por desgracia, nadie pudo analizar tan nutritivo manjar, ya que Menger aseguró que había sido confiscado por el Gobierno estadounidense. Nada mejor que una mentira para encubrir otra.
La liberación sexual de los ańos 60 se reflejó en numerosos encuentros íntimos entre alienígenas y terrestres, pocas veces consentidos por los humanos. Así, una joven norteamericana de 26 ańos, SHANE KURZ, decía haber sido violada por un extraterrestre el 2 de mayo de 1968 en Westmoreland, en el estado de Nueva York. ANTONIO RIBERA, el más veterano de los ufólogos espańoles, cree que la aventura sexual de Kurz «ofrece todos los visos de ser cierta», pero duda de la autenticidad del vis-ŕ-vis de ELIZABETH KLARER, una sudafricana que asegura haber tenido un hijo del tripulante de una platillo volante [Ribera, 1981]. En estos casos, obvia decirlo, las víctimas no suelen hacerse tampoco con ninguna evidencia -ni siquiera un preservativo marciano- ni denunciar los hechos y someterse al correspondiente reconocimiento médico. Los extraterrestres, por su parte, son tan primitivos e irresponsables como para arriesgarse a contraer o propagar una enfermedad por no recurrir a la fecundación in vitro para sus experimentos genéticos. Como nadie ha visto nunca el fruto vivo de estos arrebatos de pasión alienígena, seguimos sin pruebas.
«Además de las innumerables mentiras -dice MARTIN S. KOTTMEYER-, la evidencia física utilizada para argumentar a favor de la realidad de los ovnis es tan trivial como la que se utiliza para apoyar las fantasías más personales de otros paranoicos, por ejemplo: anillos perdidos, luces que disminuyen, fallos mecánicos, enfermedades sin explicación aparente, fotografías sobreimpresas, y así sucesivamente. No existen casos conocidos de ovnis que fulminen automóviles y los conviertan en charcos radiactivos, que roben estadios enteros de fútbol, que alteren el orden de los aminoácidos en sus víctimas, o que dejen olvidadas láminas de 'multiquarks' de gran potencia cuando hay una colisión. Para resumir, no hay ninguna evidencia que requiera una explicación de otro mundo» [Kottmeyer, 1989].