A Reno ¡No, que no me lleven a Reno! Muerto en ese infierno de pueblo no quiero quedarme. Cualquier otro lugar prefiero, menos ese frío rincón del desierto.
¡No a ese hoyo de ceniza, que me traga! ¡No a esa cárcel rodeada de montañas, que me ahoga! En sus entrañas no quiero perecer, ni heredar su plaga.
La última vez que fui, todo era blanco: Las calles, la iglesia, las esquinas y querubes. Según mi observar sincero y franco, un todo parecían las montañas y las nubes.
A veces, opaca era la tarde. Difunto el sol por días. Había añoranzas, congojas, y Casinos de perdedores acariciando la ambición con frases frías, y un leve lamento en el rostro de los jugadores.
La noche misteriosa perseguía la tarde casi moribunda. Los cielos del desierto se volvían hielo. Reno hacía fatal alarde de urbe, y el mundo se quedaba despierto.
Como un ritual todas las noches se bebía, se jugaba y se apostaba hasta el alma. Se ganaba alegre y con tristeza se perdía el alquiler, la leche, el sustento, la calma.
Si había maldición adentro, peor era afuera. Los pinos eran gigantes rendidos con los brazos abiertos, la noche hechicera se volvía pálida entre las luces y los ruidos.
Y salía el viento a matar con mil cuchillos descendiendo por el tiempo, afeitando las montañas del desierto y peinando y opacando el tierno canto de los grillos.
Por eso, a ese pueblo no quiero volver ni de visita. ¡Que no me lleven a Reno, ni muerto! Nunca jamás quiero ver ese Gehena de muertos y vivos, lleno.
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