La historia de hoy dice así:
Tres hombres de distintas religiones viajaban juntos. De repente el coche cayó en un lago y, ante el peligro de ahogarse, cada uno de ellos rogó a Dios de acuerdo con su tradición.
El cristiano clamó: “Jesucristo, sálvame”. Se hizo el milagro y… ¡pop!, quedó en tierra firme.
El musulmán rogó a Alá y ¡pop!… Por un milagro quedó fuera de peligro.
El hindú, muy nervioso, empezó a llamar a todos los dioses: “Rama, Rama”… Ningún milagro. “Krishna, Krishna”, tampoco. “Shiva, Shiva” y, completamente desesperado, “Devi, Devi… devfffglu, glú, glú”, y el pobre se acabó ahogando.
Mientras subía al Cielo, empezó a reclamar:
-A ver, ¿por qué mis amigos, que rezan a un solo Dios, han sido salvados y a mí, que tengo tantos, ninguno ha venido a ayudarme?
Entonces, se escuchó, con un gran estruendo, la respuesta divina:
-Claro que iba, hijo mío… No has perdido la vida porque yo te haya abandonado, sino por tu impaciencia. A cada segundo me llamabas con un nombre distinto: Rama, Krishna, Shiva… y, caramba, ¡no me dabas tiempo a cambiarme de indumentaria!
Llámale como quieras, dirígete al Absoluto -si quieres- en silencio y sin nombrarle. Que no te disguste una pluralidad de credos que más tiene que ver con nuestras limitaciones y necesidades que con la naturaleza del que toda ciencia trasciende.
Ríete de tus propias inseguridades, tómatelas como el chiste que son. Porque, desde el momento en que uno de los hombres más sabios de la antigua Grecia afirmó “sólo sé que no sé nada”, cada vez que nos vanagloriamos de lo que creemos conocer no hacemos más que mostrar nuestra propia estupidez… Haciendo de nosotros mismos, el mejor de los chistes.
FUENTE: La sonrisa divina de Jordi Pigem y Francesc Torradeflot