Enfilados bajo sus paraguas, los parroquianos del “Recodo del Sol” subían por la angosta escalera de piedra mientras los hermanos Márquez preparan sus instrumentos para iniciar el espectáculo.
Acodado sobre una mesa en penumbras, comenzó a observar a los que ingresaban. En particular, a una extraña jovencita a quien era imposible no mirar con ese impermeable de seda cruda y esas elegantes botas de carpincho.
Sin embargo, desde allí no podía ver su rostro…
La muchacha se ubicó de espaldas al escenario y, ni bien inició el espectáculo, empezó a menear sus piernas al compás de “Te quiero país” y otros arreglos musicales que los Márquez hacían con letra de Cortázar. De vez en cuando, sacudía su cabellera de manera exagerada y, de una cartera de cuerina verde, sacaba un pañuelo para sonarse la nariz con afectada delicadeza. La cartera era ordinaria, no condecía con el resto de su vestimenta. Observó sus botas: estaban salpicadas con barro. No había dudas de que eran de buena calidad. Lo sabía porque, durante años, en la zapatería de su madre, había lidiado con clientas que por ahorrar unos pesos terminaban comprando zapatos de ocasión que luego reclamaban por defectuosos. La fábrica para la que trabajaban no aceptaba cambios y más de una vez debió solucionar el problema con plata de su bolsillo. Así era él, tenía debilidad por las mujeres.
Sus últimos años habían sido de estrechez económica; sobre todo, luego de su tercer divorcio. Hacía tiempo que estaba solo, la mayoría de sus amigos vivían en Cabana y después de vender la Citroneta dejó de frecuentarlos. Sin embargo, la vida aún le sonreía; aunque a veces, socarronamente…
Volviendo a la muchacha del impermeable de seda cruda y botas de carpincho, una vez más se preguntó: “¿Por qué me resulta tan familiar?”
Los Márquez habían terminado su función con un bis de “Jangadero” cuando, esquivando a la gente, la muchacha encaminó sus pasos hacia el baño.
Movilizado por una curiosidad imperiosa, abandonó su refugio en la oscuridad y se arrimó a la barra del bufé de bebidas dispuesto a esperarla. Después de varios Fernet, comenzó a preocuparse: la muchacha no salía, algo debía haberle ocurrido.
Imaginando una excusa insólita, ingresó al baño de mujeres. No había nadie. Era extraño, no podía ser, había vigilado la puerta todo el tiempo…
Se retiró del centro cultural sin entender nada. A la mañana siguiente intentó recordar lo sucedido pero sólo se agolparon en su mente imágenes confusas, le dolía la cabeza.
Días después, haciendo compras en un supermercado del pueblo, entre las visuales transparentadas por la escasez de mercadería en las góndolas, observó nuevamente el elegante impermeable de seda cruda y las botas de carpincho que lo transportaba. Apurado, giró abruptamente su carrito de compras pero lo único que consiguió fue atropellar a una anciana y romper una botella de aceite que salpicó el único pantalón que tenía para pituquear. En vano fueron sus disculpas. Hasta el encargado de la fiambrería tuvo que intervenir para resolver el incidente y calmar a la abuela.
Salió hacia la doble avenida intentando encontrar a la muchacha sin lograrlo. Luego de una larga caminata llegó al lugar donde vivía: dos cuartos con baño afuera, ubicados en la parte de servicio de una antigua quinta familiar.
El trayecto hasta allí era en subida y las botellas le pesaban cada vez más. Despues de juntar leña en los alrededores, prendió la salamandra y se acurrucó en un desvencijado sillón de cuero. Al costado, un inmenso baúl servía de velador y mesa de apoyo a la vez. En su interior estaba la ropa de su madre y otras cositas de familia que nunca se atrevió a vender. Lo demás, la zapatería, el campo y otras propiedades, ya lo había dilapidado.
Esa mañana lo despertó la resaca. Por un instante, entristeció recordando a su madre: una mujer refinada a quien siempre le había gustado la ropa elegante y el buen vivir.
Sobre el baúl estaban las botellas de esa noche y, desparramadas por el suelo, las de noches anteriores. Le dolía la cabeza y si no tomaba una cervecita para contrarrestar la abstinencia, no podría levantarse.
Cerca del mediodía, logró ponerse en pie para ir a comprar fiambre al kiosco de la esquina. A salir, se topó con “Panchita”, una vieja meretriz que vivía con una sobrina al fondo del arroyo que circundaba la quinta.
En un primer momento intentó eludirla, pero al reconocer el inconfundible sacón de astracán que la mujer lucía bajo un jean de pésima calidad, inmediatamente develó el misterio que tanto lo habían obsesionado.
-Buen día pichón. ¿Querés visita esta noche?
–Ando sin plata –contestó molesto.
–No hay problema, querido. Hacemos como la última vez: me llevo alguna ropita del baúl para mi sobrina y listo…