1.2 Moisés: el gran libertador
El faraón dio a José un nombre egipcio (Safnat-Paneaj) y una esposa egipcia: Asenat, hija de Potifera, sacerdote de la ciudad santa de On (Heliópolis). José adquirió así un rango sagrado. Al linaje de su esposa Asenat –cuyo nombre significa «ella pertenece a la diosa Neith»–, se sumó la etimología del suyo propio (según unos autores Safnat significa «alimento» y Paneaj «de la vida»; según otros, «hombre de conocimiento») y la indumentaria ritual de lino que vestían sacerdotes y magos en el país del Nilo.
Cuando Jacob reunió a sus hijos para bendecirlos antes de morir (Génesis 49), distinguió especialmente a los hijos judeoegipcios de José: Manasés y Efraim. Por un lado, dijo a José que estos dos nietos serían considerados como sus propios hijos carnales, convirtiéndolos en padres de dos de las doce tribus de Israel. Por otro, a pesar de que el primogénito era Manasés, bendijo como tal a Efraim y profetizó que éste sería el mayor y el fundador de muchas naciones.
Según Gary Greenberg, presidente de la Sociedad Bíblica Arqueológica de Nueva York y autor del libro 101 mitos de la Biblia (Ed. Océano Ámbar), la rama israelita nacida de Raquel –José y Benjamín– provenía de Egipto. Por eso, Raquel llamó a su hijo menor Benoni, que significa «hijo de On» (Heliópolis), luego cambiado a Benjamín. También menciona un sello del reino de Israel, datado hacia el 730 a.C., que muestra a un funcionario hebreo vestido con ropas egipcias y de pie sobre el icono egipcio de un globo alado. Por otra parte, observa que muchos miembros de la tribu de Levi, procedente de Moisés, tenían nombres egipcios.
Moisés: el gran libertador
Moisés fue adoptado por una hija del faraón y educado como príncipe. Según sostiene Jan Assmann su obra Moisés el egipcio (Ed. Oberon), los autores antiguos egipcios y griegos –Manetón, Hecateo de Abdera, Lisímaco, Queremón, Estrabón y Apión, entre otros– afirman que era un sacerdote egipcio de On. En cualquier caso, lo fuese por su sangre o sólo por el lugar de su nacimiento, adopción y cultura, como sostienen Josefo y los autores judíos, conocía en profundidad la cultura del Nilo. Así lo asegura Filón de Alejandría entre los judíos y, entre los cristianos, Clemente de Alejandría y Lucas (Hechos 7: 22).
Moisés destaca como el gran Libertador de Israel: sacó al pueblo hebreo del cautiverio y le dio las Tablas de la Ley, que Yavé le entregó en el monte Sinaí. También le reveló Dios la explicación oral de la Torá o Ley –con el mandato de que ésta no debía ponerse por escrito– y Moisés la transmitió a un grupo escogido de discípulos. El más destacado de éstos fue Josué, de la tribu judeoegipcia de Efraim, el hijo de Asenat.
Treinta años antes de iniciarse el Éxodo de Israel bajo el liderazgo de Moisés, un grupo de guerreros de la tribu de Efraim salió de Egipto y alcanzó la Tierra Prometida, aunque fueron masacrados por los filisteos. Pero si no es casual que esta avanzadilla judeoegipcia se adelantara al Éxodo, tampoco puede serlo que Josué fuese elegido por Moisés «el egipcio» como su sucesor al frente del «pueblo elegido». A este descendiente de Efraim encomendó Yavé la conquista de la Tierra Prometida y, como había hecho con Moisés al separar las aguas del Mar Rojo, también dividió las del río Jordán para que Josué entrara en Canaán. Sobre esta estirpe, originaria del país del Nilo, recayó una y otra vez tanto la misión de aportar un Libertador a Israel como la de preservar el legado esotérico y la Ley oral. Josué comunicó dicha tradición no escrita a los sabios del periodo de los Jueces (los zequenim) y éstos a los profetas.
En esta transmisión oral resulta clave Samuel, el último de los jueces y el primero de los profetas, que pertenecía a la tribu de Efraim. Pero antes de Samuel hallamos a otra figura mesiánica de enorme relevancia en Israel: la profetisa Débora (1125 a.C), que actuó como juez –caudillo militar en la guerra y gobernadora en la paz– entre Betel y Ramá. Cuando Israel estaba sometido a los cananeos del rey Jabín, Débora reunió una fuerza de 10.000 hombres en el monte Tabor, desde donde atacó y venció a los cananeos. Como Josué y Samuel, también Débora pertenecía a la tribu de Efraim.
Samuel fue el juez –estos jueces eran llamados también «libertadores»– que condujo a los hebreos a la victoria sobre los filisteos en la batalla de Mispá (1020 a.C). Pero el pueblo le pidió un rey. Samuel se opuso, porque en el concepto original de Israel el único rey era Dios. Entonces, Yavé le dijo: «no te rechazan a tí, sino a mí, porque no quieren que Yo sea su rey». Sin embargo, le instó a concederles lo que pedían, aunque dejando constancia de su contrariedad. Samuel les advirtió que un rey les oprimiría y Dios ya no escucharía sus súplicas, porque le habían rechazado.
Este episodio tiene enorme importancia porque, según la tradición rabínica, el mesías «purificaría la escoria de Israel» y restablecería el sistema de los jueces, «como en el principio» (Talmud, Tratado Sanhedrín). Esto significa que «el reino mesiánico» no sería una monarquía en el sentido histórico del término. En rigor, lo que anuncian los profetas es la utopía de una sociedad sin estado y sin sacerdotes, ya que Dios hablaría directamente a todos en el corazón, incluyendo a los niños, y no serían necesarios autoridades ni intermediarios (Jeremías 31: 35).
Sin embargo, Yavé acabó por patrocinar la monarquía judía. Samuel ungió a Saúl, de la tribu de Benjamín –«el hijo de On»–, después que éste atravesó la región montañosa de Efraim (I Samuel 15). No obstante, más tarde saldría de su retiro en Ramá para anunciar a Saúl que había perdido el favor de Yavé y ungir en su lugar a David, nacido en Belén-Efrata (I Samuel 16), nombre asociado a Efraim. Desde entonces el propio Yavé reiteraría una y otra vez la promesa de que el linaje de David (de la tribu de Judá) permanecería en el trono para siempre o, al menos, hasta que llegara el mesías.
El faraón, instrumento divino
Pero la consolidación de la monarquía judía no mermó el papel del antiguo Egipto como legitimador de Israel. El sucesor de David en el trono, el rey Salomón, desposó a una princesa real egipcia y, según I Reyes, esta fue su esposa principal y su preferida. Salomón hizo construir un templo consagrado al culto egipcio en el monte de los olivos para agradar a esta princesa.
En I Reyes el faraón aparece siempre como un instrumento de la voluntad de Yavé. Cuando éste castiga a Salomón por su idolatría, el profeta Ajías anuncia a Jeroboam –de la tribu de Efraim– que Dios le concederá reinar sobre diez de las doce tribus de Israel. Entonces Salomón decide matar a Jeroboam, pero éste huye a Egipto, donde el faraón le protege. Más tarde le apoya para que regrese a la Tierra Prometida, bajo el reinado de Roboam, hijo y sucesor de Salomón. Con respaldo egipcio, hacia el año 926 a.C. Jeroboam declarará la independencia del norte y fundará el reino de Israel, también conocido en la Biblia con los nombres de Samaria, Efraim y Casa de José.
Con estos antecedentes, no debe extrañarnos que en este reino del norte o de Efraim, hallemos el culto al toro bajo la forma del becerro de oro. Las fuentes rabínicas, Filón, Lactancio y San Jerónimo lo identifican con el culto egipcio a Apis, símbolo del dios-hombre muerto y resucitado del país del Nilo: Osiris. En el reino de José o de Efraim, Apis contó con santuarios en Betel y Dan, que simbolizaban de «Trono de Dios», igual que el Arca de la Alianza venerada en Jerusalén por Judá.
También el Arca de la Alianza tenía origen egipcio, como los cuatro querubines que la adornaban, entre los cuales destacaba la imagen leonina de la esfinge (un hombre con cabeza de león) y el toro Apis, que asimismo aparecía como emblema en el estandarte de la tribu de Efraim. Además, en I Reyes, libro en el cual se mencionan por su nombre todos los dioses de las esposas paganas de Salomón cuyos cultos eran abominables para Yavé, no se menciona el egipcio. Por tanto, es evidente que la religión del país del Nilo tuvo un estatus especial tanto en Israel (reino del norte) como en Judá (reino del sur).
El mesías «hijo de Efraim»
Cuando los asirios destruyeron el reino del norte o Casa de José, en el año 722 a.C., nació el mito de las diez tribus perdidas de la Casa de Israel (II Reyes). El reino de Samaria o de Efraim jamás se repuso de este golpe: sus gentes fueron desterradas y dejaron de pertenecer al «pueblo elegido». Según el Talmud, a todos los efectos los efrateos deben ser considerados goyim (gentiles) y tienen el estatus de «no judíos» hasta hoy. Sin embargo, también eran y son imprescindibles en relación a la expectativa judía del mesías, ya que la misión de éste consiste en volver a reunir a «los dispersados de Israel» (el reino de Efraim), traerlos de nuevo a la Tierra Prometida y fundirlos en un sólo pueblo con la tribu de Judá, el reino judío del sur con capital en Jerusalén (según Oseas, Isaías y Jeremías).
El antiguo reino de Efraim había ocupado el mismo territorio que, cuando nació Jesús de Nazaret, correspondía a su Galilea natal y a la vecina Samaria. Los samaritanos habían protagonizado un cisma del judaísmo y rechazaban el Templo de Jerusalén. También tenían otro monte sagrado (el Gazirim) y esperaban a su propio mesías (Taheb). Estos israelitas cismáticos y odiados por los judíos del sur –hacia quienes Jesús siempre tuvo una actitud amistosa, que le valió la acusación de ser un samaritano– afirmaban que el fundador de su nación había sido el efrateo Josué.
También Galilea tenía mala imagen entre los judíos de Jerusalén. El término significaba «círculo de los gentiles» (Galil HaGoyim), por su carácter de población mestiza, fruto de la recolonización con extranjeros que hicieron los asirios después de llevar al cautiverio a las diez tribus del norte. Sin embargo, Isaías había profetizado la grandeza de esta región, cuna de héroes judíos y bastión de los sucesivos levantamientos contra Roma en el siglo I d.C.
En el Génesis, Jacob profetiza un rey del mundo salido de Judá. Pero también se afirma que la corona no se apartará de esa tribu «hasta que llegue Siló», uno de los nombres del mesías y de la ciudad del reino de Efraim donde estuvo el Arca antes de su traslado a Jerusalén. Este pasaje plantea serias dudas sobre si el linaje del mesías debía ser forzosamente davídico o no. La frase «hasta que llegue Siló» es muy ambigua. ¿Acaso el último monarca davídico debía ser el predecesor de Siló o bien era necesario que también Siló fuese davídico? ¿No debería Siló, en buena lógica, ser un efrateo –un galileo en la época de Jesús–, ya que este nombre designa a la ciudad del antiguo reino de Efraim donde estuvo originariamente el Arca de la Alianza con las Tablas de la Ley? No había unanimidad en Israel sobre esta cuestión. En tiempos de Jesús, la mayoría pensaba que el mesías debía provenir del linaje de David (Judá). Pero también existían otras expectativas. Algunos esperaban a un mesías «Hijo de José» o «de Efraim», sobre la base de numerosas profecías, entre ellas Jeremías 31, en la cual Dios afirma: «Yo soy un padre para Israel y Efraim es mi primogénito»; o el Salmo 60: «Efraim es la cabeza y la fortaleza de Yavé». Por otra parte, algunos entendían la expresión «Hijo de David» como un título real. En el Talmud se equipara el término «mesías» al título romano de «César» y el de «rey David» al de «vice-César». También la profecía de Oseas sobre la unificación de Efraim con Judá por el mesías emplea la expresión «entonces buscarán a David su rey» en sentido simbólico y no literal, ya que David llevaba muerto varios siglos cuando vivió este profeta. Además, Oseas se refiere al reino de Efraim directamente al identificar al mesías con Jezreel («el día de Jezreel será grande»).
Este Jezreel nació de la unión de Oseas con su esposa Gómer y fue llamado «hijo de la fornicación», pero engendrado por mandato de Dios y nacido en el reino del norte. Su nombre significa «Dios siembra» o «Dios esparce su semilla» y también designa la llanura al pie del monte Tabor donde Débora (efratea) derrotó a los cananeos. El extenso valle de Jezreel se extendía al pie de Nazaret, donde nació Jesús, y asimismo evocaba el derramamiento de sangre inocente, ya que allí Naboth de Jezreel había sido acusado falsamente de blasfemia y lapidado. ¿Estamos ante una prefiguración del asesinato de Jesús, acusado falsamente de blasfemia? En Juan 8 unos judíos hostiles insinúan que Jesús era «hijo de la fornicación», expresión que recuerda a Jezreel («semilla de Dios»), hijo de la adúltera Gómer, pero engendrado por mandato divino. Y en esta misma profecía de Oseas hallamos varios signos asociados a Jesús en el Evangelio: la resurrección al tercer día, la Huida a Egipto, la matanza de niños y el anuncio de la llegada del reino mesiánico. ¿Fue el Jesús de la historia un mesías «hijo de José» o «de Efraim»? ¿Acaso el nombre de su supuesto padre putativo en Mateo y Lucas (José) alude a la Casa de José o reino de Efraim, y no a una persona? ¿Por qué José no aparece como padre de Jesús en las fuentes cristianas más antiguas –epístolas de Pablo, evangelio de Marcos, Epístola a los hebreos– y sólo se menciona en éstas a María? El Evangelio de los hebreos, hoy perdido pero estimado en los siglos I y II como el auténtico Mateo escrito en caracteres hebreos, no contenía la genealogía davídica que recogen el de Mateo y el de Lucas que han llegado hasta nosotros, según sostiene San Irineo y sugiere San Epifanio. San Jerónimo lo tradujo al latín y afirma que los judeocristianos que seguían dicho texto estimaban a Jesús como el fruto de una unión natural entre María y un hombre. A comienzos del siglo II, San Papías aseguró que este evangelio perdido fue la base de todos los otros («después cada uno lo interpretó como pudo») y, significativamente, desconfiaba de los textos y estimaba más fiable la tradición oral sobre Jesús transmitida por sus discípulos directos y por los seguidores de éstos, según reconoce San Eusebio en su Historia eclesiástica.
Ninguno de los mesías del siglo I d.C. mencionados por Flavio Josefo fue davídico. Este linaje real se había interrumpido trágicamente en el siglo VI a.C., cuando el reino del sur o de Judá fue llevado al cautiverio en Babilonia, donde murió el rey Jeconías, sobre quien Yavé había lanzado una maldición, según la cual él y su descendencia quedaban excluidos para siempre del trono de Israel.
En el siglo I d.C. nadie podía probar que tenía una ascendencia davídica. Por eso, en La Regla aneja de los esenios de Qumrán se afirmaba que Yavé distinguiría al mesías con un signo para identificarlo como el Ungido esperado y muchos creían que dicho signo se manifestaría con un nacimiento sobrenatural. Este rey-mesías no debía ser un monarca como los otros, sino el intermediario de Dios, o incluso el propio Dios. En la profecía de Zacarías 14, vemos que es Yavé quien libra la batalla final para derrotar a los enemigos de Israel con diversos prodigios.
Según Zacarías, Yavé pondría sus pies en el monte de los olivos –el mismo en el cual Salomón había edificado un templo consagrado al culto egipcio– y lo dividiría en dos, creando un valle entre ambos para que huyeran los fieles mientras él exterminaba a los invasores (acto que evoca la división de las aguas del mar Rojo y las del Jordán). Esta escena anuncia la fundación del reino mesiánico y explica la enorme importancia político-religiosa del monte de los olivos, asociado a Egipto y al linaje judeoegipcio.
El propio Jesús de Nazaret evoca la advertencia antimonárquica del efrateo Samuel cuando dice a sus discípulos que los reyes y potentados oprimen a sus súbditos, añadiendo: «no ha de ser así entre vosotros». Tampoco es casual que descienda a Jerusalén desde el monte de los olivos para ser aclamado rey-mesías por el pueblo, ni que después de su crucifixión, en el año 57 d.C., un mesías judeoegipcio –de quien no se conoce el nombre– concentrara en el monte de los olivos una fuerza para atacar Jerusalén, en otra revuelta anti-romana. En esa ocasión, San Pablo se hallaba en el Templo de Jerusalén y estuvo a punto de ser asesinado cuando le confundieron con ese mesías.
Esta simbiosis entre Egipto e Israel estaba especialmente viva en tiempos de Jesús, como vemos en los Anales del historiador romano Cornelio Tácito que, tras confirmarnos que Jesús fue crucificado por orden de Pilatos bajo el reinado de Tiberio, califica a su movimiento de «peligrosa superstición judeoegipcia», añadiendo que después de haber sido derrotado, había renacido y vuelto a extenderse «no sólo ya en Judea, origen del mal, sino también en la propia Roma». A esta luz podemos entender mejor el episodio evangélico de la Huida a Egipto, el exilio de la Sagrada Familia en el país del Nilo y ese retorno en cumplimiento de la profecía en la cual Dios afirma: «De Egipto llamé a mi hijo» (Oseas 11).
Jesús acampa en este famoso monte antes de entrar en Jerusalén y allí, en el paraje conocido como huerto de Getsemaní, padecerá la pasión y será detenido. Según la tradición cristiana, tras su muerte también ascendió al Cielo desde el monte de los olivos. No se trata de simples coincidencias. Según proclaman los profetas bíblicos, el Juicio Final se celebrará en el valle de Josafat, situado al pie de este monte, y allí comenzará el reinado «del Eterno sobre toda la Tierra», según Zacarías 14.
Los pasos de Jesús suponen un cumplimiento preciso de las profecías mesiánicas. Antes de su descenso desde el monte de los olivos vemos que acampa en el monte Tabor, donde tiene lugar su reunión con Moisés (el gran Libertador egipcio) y con Elías (el precursor del mesías), en el episodio de la Transfiguración, probablemente el episodio más importante después de la resurrección, iniciáticamente hablando.
El Tabor está situado en el antiguo norte (reino de Efraim). Como vimos antes, Débora concentró allí al ejército israelita en vísperas de la batalla en la llanura de Jezreel, nombre que evoca la profecía mesiánica de Oseas. Es significativo que los árabes lo llamen Jebel et tur («monte de los montes») y denominen así indistintamente al Sinaí (donde Moisés recibió la Ley), al Tabor (asociado con Débora y Jesús), al de los olivos (vinculado con Jesús y el mesías judeoegipcio del año 57) y al Gazirim, el monte sagrado donde los samaritanos esperaban a su mesías y hacia el cual peregrinaron en el año 35 d.C, siendo masacrados por orden de Pilatos.
En el Evangelio según Juan vemos que, antes de entrar en Jerusalén, Jesús permanece oculto un tiempo en la localidad de Efraim. Finalmente, será crucificado a pocos metros de la Puerta de Efraim. El signo judeoegipcio aparece también en el hecho de que Jesús reitera con su muerte el drama que la religión del Nilo atribuía a Osiris. En 14 trozos fue mutilado Osiris y 14 son las estaciones del Vía Crucis de Jesús. Los tres principales números de Osiris son 14 (por su mutilación), 28 (por los años que duró su reinado) y 42, suma de los libros escritos por Thot, en los cuales, supuestamente, se recogían todos los secretos revelados por los dioses a los antiguos egipcios. Sobre estos libros legendarios, en el texto hermético conocido como La Virgen del mundo Isis afirma que fueron escondidos de tal modo que no pudieran ser hallados por nadie y que en ellos «el Señor de todo lo que existe» dejó constancia de la fórmula de la inmortalidad. Significativamente, encontramos los mismos números en la genealogía de Jesús que recoge Mateo, estructurada en 3 tramos de 14 generaciones, que suman sucesivamente 28 y 42.
El texto de Mateo llama la atención sobre estos números, asociándolos a la historia de Israel desde Abraham, nombre-código bíblico que significa «padre de los creyentes» y que no designa a una comunidad de la sangre, sino de la fe, como afirma San Pablo en sus epístolas, al calificar como «descendientes de Abraham» a quienes creen en Cristo. Esto podría indicar que las supuestas genealogías de Jesús en Mateo y en Lucas fueron añadidas para transmitir un mensaje secreto a través de su simbolismo, pero no para documentar un linaje literal «según la carne».
La mayoría de los especialistas piensa que Jesús nació en Nazaret (Galilea), o acaso en Belén de Nazaret, una aldea muy próxima a esa localidad. El nacimiento en «Belén de Judea» que aparece en Mateo y que San Jerónimo tradujo mal como «Belén de Judá» en la Vulgata para adaptar dicho texto a los pasajes bíblicos de Miqueas y de Jueces, podría evocar a través de Belén-Efrata, donde nació David según Miqueas, la misión de unificar a Efraim (Efrata es su femenino) con Judá (Belén), mediante un simbolismo que así confería a Jesús tanto la condición de mesías davídico como la de mesías de Efraim. Originariamente, el texto hebreo de Miqueas sólo mencionaba a Efrata y Belén se considera un añadido posterior, introducido para identificar inequívocamente al clan Efrata con el rey David.
Al designar este lugar como «Belén de Judea», no «de Judá», el Mateo original pudo expresar simbólicamente que Jesús –nacido en Galilea y ungido como «mesías hijo de Efraim» o «de José»– también era el esperado mesías davídico. Pero no por su linaje carnal (Judá), sino por designación divina directa, una idea que recoge la Epístola a los hebreos al sostener que Jesús «no fue constituido mesías por su linaje ni por herencia, sino por el poder de una vida indestructible».
Según Marcos, Jesús nació en Galilea (antiguo reino de Efraim) y fue un apasionado defensor de los samaritanos, que también habían sido parte del mismo reino, ya que en Samaria estuvo su capital. El Evangelio le asocia al monte Tabor (Débora era efratea); muy íntimamente con el profeta Samuel (otro efrateo), tanto a él como a su madre María, en Lucas; a la localidad de Efraim y a la Puerta de Efraim, en Juan; aparte del monte de los olivos, vinculado a Egipto, a la Casa de Efraim y al advenimiento del reino mesiánico en la tradición bíblica. Como colofón, Jesús encarna en su vida el mismo simbolismo que Osiris, cuyo culto fue la primera religión moral de la salvación.
Jesús se inició en el movimiento de Juan el Bautista, que esperaba un redentor del mundo. Según Martin Dibelius –uno de los más reputados especialistas en Jesús– Juan era un mandeo. Estos mandeos se consideraban la religión verdadera, originada en tiempos de Adán y arraigada en Ur. Abraham –patriarca al que remonta Mateo la genealogía de Jesús– fue el encargado de transmitirla al Próximo Oriente. Los mandeos sabeanos rendían culto a la Estrella-guía y a la Estrella-dios (¿la Estrella de la Anunciación, identificada con Sirio y asociada a la diosa egipcia Isis, la hermana y esposa de Osiris?). Asimismo peregrinaban a la meseta de Giza –situada junto a la ciudad santa de Heliópolis, origen del linaje sacerdotal judeoegipcio de Efraim, por su madre Asenat, y también de Moisés– y creían que las tres pirámides de Giza eran tumbas de sus profetas. Uno de éstos –Set, hijo de Adán– es identificado con Cristo en el texto apócrifo conocido como Evangelio de los egipcios, descubierto en Nag Hammadi en 1947.
Todos estos indicios iluminan la afirmación de Tácito, quien asocia a Jesús con una «peligrosa superstición judeoegipcia». También nos permiten entender en todo su calado una afirmación de San Agustín: «la religión verdadera existió desde siempre... hasta que Cristo vino en un cuerpo y empezó a llamarse cristiana, pero ya existía».
El esoterismo del antiguo Egipto la legó a Israel y éste, a través de Jesús, el mesías ben Efraim, a los gentiles. Esta fue la misión de Jesús como libertador de la Humanidad, anunciado desde el Génesis: el maestro del Camino que conduce al despertar, a transformarse en el «Hijo» y, en la culminación, a convertirse en «una sola cosa con el Padre», porque –como leemos en el papiro Nesi Ansu del antiguo Egipto–, «el objetivo de todo lo que vive es divinizarse». Comentarios
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