El terrorismo y los crímenes del Estado
Por Gustavo A. Bossert Para LA NACION
a sentencia de la Corte Suprema del 14 de junio de 2005, que declaró la inconstitucionalidad de las leyes de punto final y obediencia debida, permitirá que ahora sean juzgados quienes, utilizando estructuras del Estado, participaron en actos ilícitos en el proceso de represión de actividades subversivas, no obstante haber sido ya objeto de proceso o aun de sobreseimiento en los años ochenta.
Creo que este fallo ha suscitado perplejidad en diversas personas que, aun sin ser abogados, tienen presentes algunos principios del derecho penal liberal nacional, como la aplicación de la ley más benigna, non bis in idem, respecto de la cosa juzgada. De manera que me parece oportuno tratar de explicar, del modo más sencillo posible -omitiendo disquisiciones y hasta ciertas precisiones técnico-jurídicas y con total prescindencia de motivaciones políticas o ideológicas- los fundamentos jurídicos que dan base a esa sentencia para luego reflexionar sobre el trato jurídico que merecen los crímenes cometidos por organizaciones terroristas no estatales.
Creo que el horror sin precedente al que el hombre descendió en la Segunda Guerra Mundial, con su Holocausto y millones de civiles arrancados a la paz de los hogares para ser asesinados, convenció a la humanidad de que, más allá de ambiciones y política, la gran tarea que tenía por delante era proteger, como nunca antes, la condición humana. Y así fue como, a partir del Estatuto de Nuremberg, de 1945, y la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU, de 1948, se desencadenó uno de los mejores espectáculos jurídicos que el hombre haya presenciado a lo largo de los siglos: la creación del derecho internacional humanitario, un entretejido de convenciones internacionales destinadas a proteger al ser humano, cuya aplicación es vigilada por organismos internacionales y cuyas resoluciones deben ser respetadas por los países que las suscribieron. Este es el gran paso adelante de la humanidad y pretender desconocerlo sería ignorar el rumbo de la civilización.
Y así como han surgido las convenciones del niño, la protección de la mujer contra toda forma de discriminación, convenciones contra el genocidio, la discriminación racial, etc., la comunidad internacional, preocupada por los crímenes que a lo largo de la historia se han cometido usando el aparato estatal, por medio de diversas convenciones y resoluciones de organismos internacionales califica esos crímenes de lesa humanidad, que no pueden beneficiarse ni de la prescripción ni del perdón ni aun bajo amnistías encubiertas, y deben, en cambio, permitir a las víctimas "un recurso judicial efectivo" y dar lugar, entonces, a un juicio justo. Ya en 1948 contemplaba esta garantía la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, que la Argentina suscribió.
En 1968, la ONU adoptó la convención sobre imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de lesa humanidad, incorporada al derecho argentino por la ley 24.584, cuya redacción deja en claro que este principio ya era una norma de derecho internacional consuetudinario (ius cogens) por más que hasta entonces no hubiese sido escrita, lo que determina -como sostuvieron varios votos en la Corte Suprema en la sentencia "Arancibia Clavel"- que el principio de imprescriptibilidad es anterior a los crímenes de lesa humanidad cometidos en los años 70.
Sobre el tema de la prescripción, debo recordar, además, que la desaparición forzada de personas, que jamás reaparecieron ni vivas ni muertas, es un delito permanente, que no ha cesado y, por tanto, la prescripción no ha empezado a correr.
En la Argentina, a poco de regresar la democracia, entre 1984 y 1986, bajo el gobierno del Dr. Raúl Alfonsín, fueron ratificadas diversas convenciones que dan fundamento a esa categoría de crímenes de lesa humanidad: la Convención Americana sobre Derechos Humanos, el Pacto Internacional relativo a los Derechos Civiles y Políticos, la Convención contra la Tortura, entre otras, que imponen al Estado la obligación de investigar seriamente y castigar esos crímenes.
Con posterioridad, y por razones de emergencia política y el riesgo cierto de un nuevo derrumbe de la democracia, se dictaron las leyes de punto final y de obediencia debida.
Estas leyes son posteriores a la vigencia de las mencionadas convenciones en nuestro país y, al impedir un juicio justo sobre crímenes de lesa humanidad, están en contradicción con ellas, por lo que no pueden válidamente subsistir. En esto se halla comprometida la responsabilidad internacional del Estado.
Coincidentemente, el artículo 27 de la Convención de Viena sobre los Tratados, de 1969, ratificada por la ley 19.865, de 1972, vigente desde 1980, ya había establecido que los Estados no pueden invocar disposiciones de su derecho interno como justificación del incumplimiento de un tratado. La Corte Suprema, en el fallo "Ekmekdjian", de 1992, reconoce la primacía de los tratados sobre las normas internas que la Convención de Viena establece. Y el artículo 75 de la Constitución nacional, tras la reforma de 1994, otorga a los tratados de derechos humanos jerarquía constitucional.
Conforme a todo ello, diversos organismos internacionales declararon incompatibles con las obligaciones asumidas por nuestro país las dos leyes, que impedían la realización de un juicio justo referente a los mencionados crímenes de lesa humanidad. En tal sentido se expidieron la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (Washington), en un informe de 1992, caso "Consuelo Herrera"; el Comité de Derechos Humanos, en 2000, y el Comité contra la Tortura, en 1988. También diversos comités de la ONU a partir de 1990. La Corte Interamericana de Costa Rica, en los casos "Velázquez" y "Barrios Altos", señaló que carecen de validez y deben ser removidas las leyes que permiten amnistías, aun encubiertas, y la prescripción de crímenes de lesa humanidad, por ser contrarias al Pacto Interamericano.
La Corte Suprema, en el caso "Ekmekdjian", y también otros tribunales, ha señalado con acierto que la interpretación de las convenciones internacionales incorporadas a nuestro derecho interno debe ser acorde con la interpretación que realizan los organismos internacionales encargados de asegurar su cumplimiento. Con ese significado se entiende la expresión "en las condiciones de su vigencia" con la que el artículo 75 incorporó los tratados a la Constitución nacional (caso "Giroldi", de 1995).
Todo ello significa que las decisiones de organismos internacionales, como la Corte Interamericana, no pueden ser contradichas por nuestros tribunales.
Pero independientemente de las convenciones de derechos humanos y de la fecha de su vigencia se reconoce que el contenido de ellas preexiste a su sanción, como fuente de derecho consuetudinario con carácter de ius cogens, es decir, de cumplimiento obligatorio para todos los países que integran la comunidad internacional, ya que, en definitiva, responden a los principios básicos y de máxima jerarquía que acepta la humanidad, y es por ello que preceden a los pactos.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha dicho: "Estas normas del derecho consuetudinario internacional no pueden ser dejadas de lado por tratados o aquiescencia. Su violación conmueve la conciencia de la humanidad y obliga a la comunidad internacional como un todo".
El artículo 118 de la Constitución, en su remisión al derecho de gentes, incorpora estas normas consuetudinarias como integrantes del principio de legalidad.
La Convención de Viena sobre los Tratados se refiere al ius cogens como fuente del derecho. En el artículo 53, con el título "Tratados que estén en oposición con una norma imperativa de derecho internacional general (ius cogens)", declara la nulidad de esos tratados.
Sobre la base de esta fuente del derecho, la Corte Suprema, al conceder la extradición del criminal de guerra nazi Priebke, rechazó la prescripción que éste invocaba, afirmando que los delitos aberrantes contra la condición humana no pueden quedar impunes y debe asegurarse la persecución judicial, no obstante que los crímenes de Priebke fueron cometidos mucho tiempo antes de la incorporación de los pactos internacionales de derechos humanos a nuestro orden jurídico interno.
En el ius cogens se fundaron los tribunales de Nuremberg y de Tokio para juzgar los crímenes nazis, aplicando la Carta de Londres de 1945. Cuando los defensores de los nazis invocaron que ésa era una legislación posterior a los hechos, el Tribunal de Nuremberg afirmó que aplicaba un derecho de carácter consuetudinario preexistente, que reprimía crímenes que por su gravedad ofendían la conciencia de la humanidad.
Y la doctrina del Estatuto del Tribunal de Nuremberg, que rechazó la obediencia debida invocada por quienes habían perpetrado crímenes contra la humanidad, fue seguida por otros tribunales internacionales constituidos con posterioridad a los hechos para juzgar los crímenes de lesa humanidad cometidos en Rwanda, Yugoslavia y Sierra Leona y para juzgar a los guardias comunistas del Muro de Berlín que mataban a quienes pretendían huir hacia Occidente.
Es útil recordar que diversos países, principalmente europeos, fundándose en el ius cogens, que no admite que queden impunes los crímenes de lesa humanidad, aceptan el principio de jurisdicción universal, según el cual dichos crímenes pueden ser juzgados en cualquier país que aprese al supuesto delincuente si en el país donde se cometieron los hechos no hay lugar a un juicio justo, por prescripción, amnistías u otras formas de perdón. Así fue apresado en Inglaterra el dictador chileno Pinochet, aunque luego, razones políticas mediante, se le permitió huir a su país.
Los militares y civiles beneficiados por las "leyes del perdón" podían ser apresados y juzgados en un país europeo, riesgo que ya no corren tras la sentencia de la Corte que declaró inconstitucionales esas leyes, porque ahora existe en la Argentina la posibilidad de un juicio justo.
Es posible que los mismos fundamentos utilizados por la Corte Suprema en su sentencia del 14 de junio sean invocados para dejar sin efecto los indultos dictados por el presidente Menem en beneficio de altos jefes militares procesados durante el gobierno del Dr. Alfonsín.
Por otra parte, como diversas voces lo han hecho notar, resultaría contradictorio que, por la nulidad de las leyes del perdón, puedan ser juzgados y tal vez condenados quienes eran suboficiales y oficiales de baja graduación al tiempo de los hechos y permanezcan beneficiados por los indultos los jefes a quienes ellos obedecían.
Sin duda, muchos sentirán que sería más justo que la eventual anulación de esos indultos alcanzara también a los otorgados por el presidente Menem a los altos jefes de las organizaciones subversivas que, desde la seguridad de sus remotos refugios, no impidieron siquiera que tantos chicos que acataban sus órdenes siguieran desapareciendo y muriendo a manos de la represión ilegal. Pero esto se vincula con el tema siguiente.
He recordado hasta aquí de qué modo y con qué consecuencias la comunidad jurídica internacional considera crímenes de lesa humanidad los que se cometen usando el aparato estatal. Pero la comunidad se ha abstenido, hasta ahora, de extender claramente esa calificación a los crímenes cometidos por organizaciones terroristas. Ello determinó, por ejemplo, que, en junio, la Corte Suprema le negara a España la extradición del terrorista etarra Lariz Iriondo.
El motivo de esa omisión habría sido, hasta ahora, el temor de poner en manos de gobiernos autoritarios un arma de persecución a sus opositores políticos, y no hay disposiciones expresas en los pactos ni resoluciones terminantes de los organismos internacionales que califiquen de lesa humanidad los crímenes cometidos por organizaciones terroristas, más allá de, por ejemplo, las expresiones del art. 7 del Estatuto de Roma que creó la Corte Penal Internacional, que, al definir los crímenes de lesa humanidad, dice que pueden ser cometidos por un Estado "o una organización", lo que abre el debate sobre los alcances de esta expresión.
No obstante diversas iniciativas, no se ha logrado hasta ahora una definición universalmente aceptada de terrorismo para calificarlo como "delito contra la humanidad". Ni siquiera se logró esa definición al discutirse el Estatuto de Roma, aun con la unánime condena. Al sancionarse, en 2002, la Convención Interamericana contra el Terrorismo, Ecuador propuso agregar que los actos terroristas "constituyen crímenes de lesa humanidad (y son imprescriptibles)", pero no se logró consenso para ello.
Pero en las últimas décadas, la actividad criminal de grupos terroristas ha avanzado de tal modo en organización y poder letal, incluyendo asesinatos masivos, que, a mi modo de ver, choca con el sentido de justicia que los crímenes del terrorismo puedan ser amnistiados, de algún modo perdonados o declarados prescriptos.
Creo, entonces, que el paso inmediato que debe dar la comunidad jurídica internacional es definir, por fin, el concepto de terrorismo y extenderle clara y contundentemente la calificación de crimen de lesa humanidad, cuidando con disposiciones precisas que ello no pueda servir para la persecución de opositores políticos y tipificando con rigor las características de las organizaciones cuyos hechos tienden a sembrar el terror colectivo, para que la calificación de crímenes de lesa humanidad no pueda extenderse arbitrariamente a los que cometen otros grupos delictivos ajenos a la actividad terrorista.
De ese modo, la comunidad jurídica internacional hará un eficaz aporte a la tranquilidad y la justicia en el mundo.
El autor fue miembro de la Corte Suprema de Justicia de la Nación.
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