El dios Jano tenía, según la mitología romana, dos caras. Una miraba al Este, al amanecer, y la otra al Oeste, al atardecer. Jano era el dios de los comienzos y de los finales. Por eso, los romanos llamaron al primer mes del año Ianuarius , esto es "enero", el mes de Jano. Pero Jano era además el dios de las puertas. Simbolizaba en tal sentido la ambigüedad, ya que las puertas se abren o se cierran. En tiempos de paz, las puertas del templo de Jano, situado en el Foro Romano, permanecían cerradas y en tiempos de guerra permanecían abiertas porque toda guerra, por definición, es incierta. Jano vino a representar de este modo la ambivalencia de la condición humana.
Si los peronistas decidieran honrar a un dios romano, tendrían que invocar a Jano. La similitud entre una divinidad anterior a Cristo y un movimiento político del siglo XX salta a la vista cuando reconocemos que el peronismo, como Jano, ha tenido dos caras que apuntaron en direcciones opuestas. Una de ellas todavía mira al Oeste, al atardecer, al pasado. La otra mira al Este, al futuro, a un nuevo sol. Los peronistas no necesitan definir al peronismo porque, simplemente, lo sienten. Somos los no peronistas los que hemos necesitado definirlo, ya que nos suponemos racionales. Pero el peronismo resistió las definiciones porque su identidad, como la de Jano, se había refugiado hasta ahora entre las puertas giratorias de la ambivalencia.
Y así es como nos hemos pasado la vida: los no peronistas, definiendo al peronismo y los peronistas, sintiéndolo. Pero hay excepciones a esta regla. Hace unos días, un peronista se ha animado a definir el peronismo. Se trata de Julio Bárbaro. El ex titular del Comfer busca la clave del enigma peronista en la historia. Su tesis es que el peronismo, en definitiva, es una narración . Bárbaro cuenta la historia del peronismo a través de una biografía: la del propio Perón.
La puerta que se abre
Según la narración de Bárbaro, en un principio Perón creó al mismo tiempo el peronismo y su primera versión: el peronismo de confrontación. Fueron los tiempos en que, según las palabras del fundador, "para un peronista no hay nada mejor que otro peronista", lo cual también significaba implícitamente que para un peronista no había en esos comienzos nada peor que un antiperonista.
Con esta consigna divisoria entre dos clases de argentinos, Perón remontó los primeros años de su carrera política. Replicándole desde el antiperonismo, también en estos tiempos iniciales, sus antagonistas pensaban que para un antiperonista no había nada peor que un peronista. Peronistas y antiperonistas no fueron por entonces simplemente "adversarios", sino enemigos.
Pero la historia se escribe en doble clave. En la superficie de las cosas, sucede lo que sucede. Es allí donde los protagonistas hablan y hacen ruido. Más al fondo, silenciosamente, los propios protagonistas toman conciencia de los errores que están cometiendo. Es allí donde, aunque todavía no lo proclamen, ya están aprendiendo. Sólo aprendemos de nuestros errores. Según la parábola del hijo pródigo, mientras éste cometía en la superficie de las cosas toda clase de tropelías después de haber abandonado la casa del padre, su conciencia le mostraba calladamente el error que estaba cometiendo. Hasta que un día, al parecer súbitamente, el hijo pródigo decidió volver al padre con el sabor agridulce del arrepentimiento. Pero no había nada de súbito en su regreso, que era, más bien, el fruto final de una larga experiencia.
Cuando el ya viejo Perón volvió al poder en 1973, en su conciencia había madurado lentamente una nueva visión del país. Fue entonces cuando dijo que "para un argentino no hay nada mejor que otro argentino". En el jardín de su conciencia había brotado la exquisita flor de la reconciliación. Algo similar le había pasado a su archirrival, a ese emblema del antiperonismo que había sido Ricardo Balbín. Se miraron. Se abrazaron. De un lado y del otro de dos fronteras hasta ese momento irreconciliables, nació la concordia. Al peronismo de la confrontación lo sustituyó entonces el peronismo de la integración, y al "antiperonismo" el "no peronismo". La Argentina de 1973 parecía anunciar, entonces, como lo había hecho la Argentina de Urquiza después de Caseros, que ya no habría entre nosotros "ni vencedores ni vencidos".
Tanto en el seno del peronismo como en el seno del antiperonismo, empero, quedaron secuelas impenitentes. Mientras Perón llamaba a la concordia, en un ala de su movimiento se expandía el odio de los montoneros. Mientras Balbín lo abrazaba y lo despedía, en otra ala del antiperonismo nacía la represión militar. Los que de ahí en más acudieron a la negra lógica de la metralleta ya no representaban, sin embargo, el auténtico aprendizaje de los dos grandes líderes argentinos. Pese a ello, por unos años llenaron la escena. Aunque no lo supieran, coincidían en una fatídica regla de comportamiento. Ambos pensaban, desde sus trincheras aún cavadas, que el mejor enemigo es el enemigo muerto. Y ambos incursionaron también en el mismo error. Hasta que el general moribundo los echó de la plaza, los montoneros pensaron que podrían copar su movimiento. Los militares, que estaban a cargo del orden público, cometieron, por su parte, el error de mimetizarse con el enemigo. Al hacerlo, perdieron su legitimidad. Al castigar como lo hacen ahora a los militares, por su parte, los pocos montoneros que aún se empeñan en seguir siéndolo, aunque ya no los acompañe el movimiento de la historia, ejecutan en nombre de la justicia una tardía venganza. Pero el país apunta, por su parte, a superar la tragedia que ocurrió porque su deseo profundo es cerrar la puertas de Jano, para celebrar la paz ante su antiguo templo.
La puerta que se cierra
Quizás haya llegado la hora de entender por qué el propio Perón llamó a la corriente política que había fundado, no ya "partido", sino "movimiento". Porque, alargando esta definición, podríamos redefinir ahora al peronismo diciendo que es el movimiento que, en su marcha a través de la historia, aprendió. Un peronismo no dictatorial, sino "republicano". A la vista del despliegue actual del llamado "peronismo disidente", que contempla, además, la creciente "diáspora" del kirchnerismo, parece razonable concluir por ello que empezamos a ver las puertas que se cierran de un antiguo antagonismo en camino hacia la superación.
Pero las llamas dejan todavía insistentes brasas. El kirchnerismo lo ha apostado todo a recrear un odio anacrónico, como si en él hubiera rebrotado el peronismo infantil de los comienzos. Ya lo dijo, sin embargo, Marx: en la historia, cuando la tragedia pretende repetirse, cambia de género para convertirse en farsa. Aun en el seno de aquellos que siguen atendiendo, al parecer, sumisos a las convocatorias cotidianas de la pareja presidencial se puede percibir, aunque todavía no lo proclamen, que el peronismo inicial agoniza en medio del ridículo.
Pero tampoco el viejo antiperonismo se ha liberado del todo de las secuelas de la lucha inicial. Cuando voceros de la oposición insisten en no aceptar a las huestes del peronismo disidente que quieren sumárseles, ¿no subsisten en ellos, todavía, las lánguidas llamas del antiperonismo? ¿Con qué derecho pretenden descalificar a los potenciales aliados que, como ellos, apuntan a la aurora ya no tan lejana de "poskirchnerismo", sugiriendo, aunque no lo proclamen, que nada hay rescatable en el peronismo? Hace más de treinta años, tanto el último Perón como el último Balbín, adelantándose a su tiempo, ya los habían superado.