Salud:
Recuerdo que una vez, para finalizar una clase de yoga, la profesora nos puso una preciosa música hindú. Tendido boca arriba me pareció sentir las notas flotar y, ellas, me pusieron en contacto con mi propia música interior. ¿Cual es esa música?. Se trata mi propia vibración. Yo ya la había experimentado en distintas ocasiones, incluso con mayor intensidad y también mayor trascendencia. Tanta como para dejarme rígido, sin poderme mover en absoluto y aparecer otras realidades en las que yo participaba. Y según las diferentes experiencias, desde con la sensación del yo habitual, hasta la sentir la más vasta y extensa expansión cósmica. Pero centrándome en ese día, sentí, allí en el sosiego, que ninguna otra persona de la sala podría oírla, ni sentirla. Esa música, esa vibración era sólo mía, y nadie excepto yo se podía relacionar con ella. Esa vibración, por cierto, casi eléctrica, sin llegar a molestar; ese hormigueo, era yo mismo: un yo más profundo que el usual, aunque no sé si el yo más profundo posible mío. Quiero decir que no sé si ese era mi yo inmortal, Shiva, el Padre, la naturaleza real de mi ser, yo mismo allá arriba... Los demás compañeros de clase también tenían la puerta abierta al mismo goce que yo, pero consigo mismos, con ellos mismos. Esa experiencia aportó conciencia de pertenencia exclusiva a algo, y constituyó un aviso, un toque de atención. Es como si me hubiera arrancado del lugar donde no pertenezco para mostrarme el verdadero lugar de pertenencia mía. Luego, quise poner por escrito el resultado de la vivencia, pero me resultó tan sagrada que recurrí al lenguaje poético, al menos, poético hasta donde pude alcanzar, poco, desde luego, pero para mi, la poesía, a mi bajo nivel de expresión, constituyó, no obstante, una forma de solemnizar y agradecer poderla reproducir por escrito. Abajo la copio.
Pero, de acuerdo a la tónica en que lo espiritual se ha ido presentando en mi vida a lo largo de ésta, la experiencia fue, sobre todo, un aguijoneo para seguir adelante, hacia el verdadero objetivo, pues si bien yo le había percibido a Él, se trataba de fusionarme con Él. No tan sólo percibirle, porque de ese modo no saldría de mi mismo, de mi habitual sentimiento de yo, sino de ser, sentir lo que Él siente, ver lo que Él ve, ser Él mismo. Pero claro, desde mi perspectiva, yo soy el que le percibe, y de lo que se trata no es de percibirle sino de ser Él. Así que de acuerdo al evangelio que dice “quien pierda su vida por mi la ganará”, me fijé como objetivo, al menos en transcurso de la meditación, dejar de sentir, de percibir, de pensar, de desear, en aras a que sea Él quien me haga sentir y ser lo que Él ve y es. Pero ¿cómo hacerlo?. Hay un técnica hindú de meditación que consistía en visualizar al Sol y fijarlo en la pantalla de la mente. Poco a poco, sin que el meditador intervenga más que en sostener la visualización sin que otra cosa acontezca, el Sol va acercándose a uno hasta cubrirlo y fusionarse ambos en el mismo ser. No podía ser de otro modo. Dejándolo ser a Él, yo renunciaba a mi mismo para acabar siendo Él. El resultado es que esa vibración alrededor del cuerpo, si tan sólo la percibo me impide llegar más adelante, por eso, cuando se presenta, le dejo que se exprese libremente y de ese modo alcanzo poder asumir ser Él.
Aún sigo andando por esos lares
A esa, nuestra música interior.
Música hindú.
Suave, calmada y armónica.
Sus notas se mueven con el aire
por el espacio;
y yo con ellas.
Y también, yo sin ellas
soy movido por mi ritmo,
conocido en el reposo,
en la actividad perdido.
En el silencio soy
calma de la armonía
de las notas de mi mismo,
sosiego de la vida
que esplende
desde el sol de mi ser,
sutileza de la libertad
de sentir sonido y silencio,
y conciencia de la eternidad
que emerge del recóndito
santuario de mi alma,
con su divina música
audible sólo por mi
cuando en el reposo entro.