CHARLAS CON GURDJIEFF.
Un día, en Moscú, hablaba con G. acerca de Londres, adonde había estado
algunos meses atrás por corto tiempo. Le hablaba de la terrible
mecanización que invadía las grandes ciudades europeas y sin la cual
era probablemente imposible vivir y trabajar en el torbellino de estos
enormes "juguetes mecánicos". —La gente se está convirtiendo en
máquinas, dije, y no me cabe duda que un día se convertirán en máquinas
perfectas. ¿Pero son capaces todavía de pensar? No lo creo. Si trataran
de pensar, no serían tan buenas máquinas. —Sí, contestó G., es
cierto, pero sólo en parte. La verdadera pregunta es ésta: ¿de qué mente
se sirven en su trabajo? Si usan la mente adecuada, podrán pensar aún
mejor en su vida activa en medio de las máquinas. Pero una vez más, con
la condición de que usen la mente adecuada." No comprendí lo que G. quería decir por "mente adecuada" y sólo mucho más tarde llegué a comprenderlo.
—En segundo lugar, continuó él, la mecanización de que usted habla no
es peligrosa en absoluto. Un hombre puede ser un hombre —recalcó esta
palabra— aun trabajando con máquinas. Hay otra clase de mecanización
muchísimo más peligrosa: ser uno mismo una máquina. ¿Nunca ha pensado
usted en el hecho de que todos los hombres son ellos mismos máquinas?
—Sí, dije, desde un punto de vista estrictamente científico. todos los
hombres son máquinas gobernadas por influencias exteriores. Pero la
cuestión está en saber si se puede aceptar totalmente el punto de vista
científico. —Científico o no científico, me da lo mismo, dijo G. Quiero que comprenda lo que digo. ¡Mire! Toda esa gente que usted ve —señaló la calle— son simplemente máquinas, nada más.
—Creo comprender lo que usted quiere decir, dije. Y a menudo he pensado
cuan pocos son en el mundo los que pueden resistir a esta forma de
mecanización y elegir su propio camino. —¡Este es justamente su más
grave error! dijo G. Usted cree que algo puede escoger su propio camino o
resistir a la mecanización; usted cree que todo no es igualmente
mecánico. —¡Pero por supuesto que no! exclamé yo. El arte, la poesía, el pensamiento, son fenómenos de un orden totalmente distinto.
—Exactamente del mismo orden, dijo G. Estas actividades son exactamente
tan mecánicas como todas las demás. Los hombres son máquinas, y de las
máquinas no puede esperarse otra cosa que acciones mecánicas. —Muy bien, le dije, pero ¿no hay quienes no sean máquinas? —Puede que los haya, dijo G. Pero usted no los puede ver. Usted no los conoce. Esto es lo que quiero hacerle comprender."
No dejó de extrañarme que insistiera tanto sobre este punto. Lo que
decía me parecía evidente e incontestable. Sin embargo, nunca me habían
gustado las metáforas tan breves que pretenden decirlo todo. Siempre
omiten las diferencias. Por mi parte, siempre había sostenido que lo más
importante son las diferencias y que, para comprender las cosas, era
necesario ante todo considerar los puntos en que difieren. De modo que
me pareció extraño que G. insistiera tanto sobre una verdad que me
parecía innegable, siempre y cuando no se hiciera de ella algo absoluto y
se le reconocieran algunas excepciones.
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