|
GURDJIEFF ARGENTINA
KANEKO SHOSEKI
De la esencia del hombre y sus orígenes
Shoseki Kaneto obtuvo el don de curar tras haber recibido la
iluminación, en marzo de 1910, fruto de largos ejercicios dedicados a la
práctica del Budismo Zen. Tras muchos años de saludable trabajo, le fue
retirado el don de curar. El reconoció que la causa era, que aún no
estaba libre de sí mismo. Recurrir de nuevo a los ejercicios,
interiorizados cada vez más, le permitió acceder a un discernimiento,
siempre más profundo, de la naturaleza de la esencia misma del hombre.
Su libro, titulado «De la esencia del hombre y sus orígenes», es un
resumen de conocimientos que Kaneko Shoseki adquirió en este aspecto.
Facilitamos a continuación unos extractos de este libro, que se han
elegido de entre otros que tratan el tema que nos ocupa.
No es posible conocer verdaderamente lo que representa lo Absoluto,
hasta que su Realidad no sea para nosotros sólo una necesidad por
razones teóricas, sino que se deje sentir en el trasfondo de nuestro
ser, como la sensación de algo casi corporalmente presente. Ese «algo»
es justamente a lo que yo llamo el ritmo concreto de la Fuerza
primordial, o también la ley divina fundamental, aquella que rige el
Universo…
La vida original sólo se revela cuando se está totalmente libre de
todo prejuicio. No hay nada que nos pueda ayudar: ninguna suposición,
ninguna reflexión teórica, ninguna idea conceptual; empeñándose en ir en
pos del Ser, éste se sustrae tanto más cuanto más activamente se le
persiga. Estos medios no harán sino embrollar nuestra alma para llegar,
suspirando, a la conclusión de que todos nuestros esfuerzos han sido
vanos e insensatos, y que hubiera sido mejor para nosotros vivir en una
feliz ignorancia, que cargarnos con el peso de una suma de inútiles
conocimientos. Esa es una tragedia fatal, que no cesará mientras,
ejercitándonos, no sepamos cómo extraer las raíces del pecado.
Antes de poder comprobar las leyes de la armonía, es necesario
descubrir antes cuál es su centro. Al igual que cada objeto material
posee su propio centro de gravedad, el cuerpo humano ha de tener el
suyo. En el hombre es el tanden, o punto central del cuerpo; ahí es
donde en nosotros tiene su sede aquello que es del origen. Ahí es donde
está lo más importante de los hechos de base, y todas las
investigaciones antropológicas deberían partir de esta certeza.
Si, en reposo, se dejan concentrar todas las actividades del espíritu
enfocadas hacia fuera, como son: representaciones mentales, juicios,
sensaciones, voluntad, y hasta el soplo; si uno mismo deja concentrar en
el tanden, es decir, en el centro de nuestro cuerpo, toda esta energía
vital, aparece en nosotros una esfera de percepción, que sobrepasa con
mucho el estado flotante de nuestra conciencia habitual, y también todos
los opuestos, ya sea de lo objetivo y subjetivo, o de lo interno o
externo.
La síntesis que uniera lo que es subjetivo con lo que es objetivo, no
se debe «fabricar», ya que está en la base de toda realidad. No se puede
sacar a la luz hasta que no seamos realmente conscientes de nosotros
mismos. Esta conciencia ha de ser total, en el sentido que ha de tomar
al hombre en su totalidad. Esta totalidad no está localizada, ni en
nuestra cabeza, ni en nuestro corazón, sino más allá de ambos, en el
centro de la persona.
Lo importante es la fuerza primordial y universal de la vida, que
corre en grandes olas impetuosas, en el bajo vientre del hombre, al
igual que si fuera un torrente de agua que cayera rápidamente, viniendo
de la eternidad y yendo a la eternidad.
HAKUIN ZENSHI
YA - SEN - KAN - NA
Prefacio de Kitó (aquel que sufre hambre y frío) de Kyûbôan (del Asilo Pobreza), alumno del Maestro Hakuin:
«En la primavera de 1757, un librero de Kioto, propietario de la casa
editorial Shógetsudó (pino-luna), nos escribía una carta en la que
relataba lo que sigue:
Había llegado a su conocimiento que en casa de nuestro Maestro había
todo tipo de antiguos manuscritos, entre los que se encontraba un
esquema de Yasenkanna (historias contadas una noche, en una barca).
Había oído decir que el esquema contenía un secreto, el secreto que
enseñaba cómo sustentar el alma, activar la circulación de la sangre, y
mantener el dinamismo de la fuerza, o con otras palabras, cómo poder
asegurar una vida larga. En resumen, se trataba del rentan, el secreto
de los dioses y de los santos.
Ahora bien, había personas de espíritu curioso, que deseaban
ardientemente conocer el libro. Este deseo era tan fuerte como el de ver
llover en tiempos de sequía. Algunos monjes ya habían copiado en
secreto este esquema de Yasenkanna, guardándoselo para ellos, y
resistiéndose a mostrar el libro. Este tesoro, guardado de tal modo, no
servía a nadie. El deseaba publicar este preciado esquema para responder
al deseo de muchos. Sabía bien que el Maestro estaba siempre dispuesto a
prestar servicio al mundo.
Los alumnos fueron a ver al Maestro Hakuin, entregándole la carta. El
anciano se contentó con sonreír. Rebuscaron en una caja llena de viejos
manuscritos, comidos ya en parte por los gusanos. Lograron juntar el
manuscrito de Yasenkanna, y lo copiaron, pudiendo escribir cincuenta
páginas. Antes de enviar el texto a Kioto, me encargaron a mí, por ser
el mayor, que redactara un prefacio.
«Nuestro Maestro Hakuin habita hace ya unos cuarenta años, en el templo
Shóinji; cada vez vienen más monjes a verle, quienes aceptan con
gratitud sus injurias y sus bastonazos, permaneciendo allí diez o veinte
años, sin dudar en morir allí, si esto les llega.
Ellos son todos, eminentes monjes budistas, la élite de diversas
regiones. Se alojan en las proximidades de nuestro templo, en casas
viejas, en cabañas derrumbadas, en santuarios ruinosos, y viven en la
miseria, hasta el punto de morir de hambre durante el día, o de frío por
la noche; no comen sino verduras y avena, y todo ello para sólo oír al
Maestro Hakuin amonestaciones e injurias, recibiendo únicamente de él
puñetazos y bastonazos. Quien esto ve, frunce el ceño de espanto; quien
lo oye, se siente, por compasión, cubierto de sudor frío. Los jóvenes
arrogantes, adelgazan enseguida, y palidecen. ¡Quién podría permanecer
aquí, aunque sólo fuera media hora sin tener el celo y el coraje que se
precisan para la práctica del Zen! Y si, por amor al ejercicio, se
sobrepasa la medida, entonces se enferma del pulmón, se sufre la
deficiencia de la alimentación, y se contraen, por consiguiente, todo
tipo de enfermedades graves, cuando no incurables. Un día, sin embargo,
el Maestro se apiadó de toda esta gente, y por fin reveló el secreto de
la «mirada interior», tras varios días de reflexión. Entonces dijo:
«Mi secreto es éste: para curar las enfermedades, existe la acupuntura,
las moxas, y las medicinas. Pero estos tres medios terapéuticos no
pueden curar fácilmente las enfermedades graves. Aquí es donde el
secreto entra en juego. Quien quiera intentarlo, en primer lugar ha de
dejar toda meditación y todo koan. Para empezar, hay que dormir
suficientemente; antes de cerrar los ojos, no hay que olvidar estirar a
fondo, y del mismo modo, las dos piernas, ni tampoco dejar de reunir la
fuerza espiritual de todo el cuerpo más abajo del ombligo [18] , en los
riñones, en las piernas y en el centro de los pies, a fin de que esta
fuerza ocupe todas las partes del cuerpo. Luego hay que entregarse a la
«mirada interior», a esta extraña meditación:
«La parte de mi cuerpo por debajo del ombligo (kikai— tanden), mis
riñones, mis piernas, y el centro de mis pies, son el verdadero rostro
de mi Yo. ¿El rostro tiene nariz? Mi kikai-tanden, mis riñones, mis
piernas, y el centro de mis pies, son la verdadera patria de mi alma.
¿Qué noticias me vienen de este país?
«Mi kikai-tanden, mis riñones, mis piernas, y el centro de mis pies, son
la verdadera patria de mi alma. ¿Cuál es el esplendor y la
magnificencia de este país?
«Mi kikai-tanden, mis riñones, y el centro de mis pies, son mi propio
Amida-Buda, que me represento a mí mismo, ¿qué preceptos enseña este
Buda?
«Estas preguntas se repiten, se consideran más y más, sin dejar de
preguntarse a sí mismo. Y cuando se hayan acumulado todos los beneficios
de esta meditación, se juntarán espontáneamente todas las fuerzas
espirituales, en el Kikai-tanden, en los riñones, las piernas, y en el
centro de los pies, hasta que esa región del cuerpo situada debajo del
ombligo, el Hara, llegue a estar tan fuerte como un balón que no se
pudiera desinflar. Si cultivan la meditación de este modo, y si repiten
este ejercicio a lo largo de cinco días, una semana, y hasta veintiún
días, desaparecerán completamente todas las inquietudes de antes, el
cansancio y la enfermedad; y si no fuera así, que corten la cabeza a
este anciano sacerdote que soy yo».
Los alumnos que acababan de oír estas palabras, se alegraron
sobremanera, se inclinaron ante el Maestro, y aplicaron el método
preconizado por él. Todos obtuvieron resultados increíbles. La rapidez
de los progresos dependía de la forma de practicar el ejercicio. Pero
casi todos se curaron totalmente. Todos ellos contaban maravillas de Ios
resultados obtenidos por el ejercicio de la «mirada interior». Después
el Maestro añadió:
«No se contenten con llegar a curar la enfermedad, ¡vayan un poco más
lejos! Cuando hayan logrado curarse, continúen el ejercicio, y cuando
lleguen a la iluminación (Satori), sigan todavía. Este anciano sacerdote
les dice: Cuando yo estaba en los comienzos de mi vida de alumno Zen,
fui víctima de una grave enfermedad, tenía dolores y males diez veces
mayores que los de ustedes. Estuve realmente al borde de la
desesperación. En mi interior pensaba que era mejor morir. Valía más
tirar esta miserable piel que seguir viviendo, si tenía que soportar
aquellos males y sufrimientos. Y me curé totalmente, gracias al secreto
de la “mirada interior”; esta suerte ustedes también la conocerán».
El Maestro Hakuyüshi, el Maestro de todos los Maestros, junto al cual
se instruyó el Maestro Hakuin, dijo un día que se trataba de un método
divino que hacía que los santos conservaran una eterna juventud,
llegando a edades avanzadas. Los hombres corrientes que llegaran a
dominar esta técnica, podrían vivir trescientos años, y los hombres
«verdaderos» podrían casi vivir indefinidamente. A mí mismo me alegró
oír hablar de esta posibilidad, y practiqué este método durante tres
años. El resultado fue que mi espíritu y mi cuerpo se desarrollaron de
forma extraordinaria, al igual que mi salud y mi fuerza moral.
Hakuin cotinuó así: «Yo pensaba en secreto: suponiendo que practicara
este ejercicio con éxito y que pudiera vivir ochocientos años como Hóso,
¿sería algo distinto a un cadáver sin sustancia? ¿Sería algo más que
una vieja marmota durmiendo eternamente en un hoyo, y haciendo una vida
sin sentido?, y además, más pronto o más tarde habría de terminar por
pudrirme o morirme. Haría mejor si sustentara en mí los cuatro votos,
haciendo mía la dignidad de Bodhisattva, haciendo cada vez más, actos
como aquellos de los que hablan los dharma, y trabajando por
perfeccionar en mí mismo un cuerpo que fuera transparente a la Gran
Verdad, claro como un diamante, que no muera más de lo que fue un día al
nacer.
«Con este estado de espíritu es como yo practico a la vez la “mirada
interior”, y el zazen, ejercitándolo a veces para ganarme el pan, y
otras para progresar en el Camino, luchando con todas mis fuerzas
durante treinta años. Cada año, he aceptado uno, a veces dos o tres
alumnos, si bien hoy tengo más de doscientos. A los monjes que cayeron
enfermos por haberse ejercitado con exceso, les he enseñado el ejercicio
de la “mirada interior”, curándoles rápidamente, y así han podido
seguir teniendo iluminaciones (satori) y ejercitarse en el camino del
Satori.
«Este año he llegado ya a los setenta años, sin que haya en mí una
sombra de enfermedad. Mis dientes son sólidos, mis ojos y oídos están
mejor cada día. No me ocurre ya nunca el tener la mente obnubilada.
Predico dos veces al mes, sin sentir nunca cansancio. También, cuando me
lo han pedido, he predicado ante trescientas o quinientas personas, y
en ocasiones, he comentado los sutras y la palabra de los patriarcas
ante una asamblea de monjes, a lo largo de cincuenta a setenta días
ininterrumpidos, y esto lo he hecho ya entre cincuenta y setenta veces,
sin que nunca haya tenido que dejarlo ni un solo día. A pesar de todo,
las fuerzas de mi cuerpo y de mi espíritu son ahora muy superiores a lo
que eran cuando yo tenía veinte o treinta años. Yo creo que todo esto se
debe a la experiencia de la “mirada interior”.
Estas fueron las palabras que escucharon los alumnos que habitaban el
templo, llorando de dicha. Se inclinaron ante el Maestro diciendo:
Nosotros le pedimos que escriba los principios fundamentales de la
enseñanza de la “mirada interior”. Por favor, salve con ese escrito a
los futuros alumnos del Zen». El Maestro aceptó la propuesta, y el
manuscrito estuvo enseguida listo.
Y dirán ustedes: ¿qué enseñanza contiene ese texto?
Si se quiere cultivar la vida, y vivir mucho, hay que ejercitarse en
la «forma justa». Para practicarla, hay que llevar la mente al
kikai-tanden. Sólo si el espíritu se asienta en esta parte del cuerpo,
se puede agrupar la fuerza. Y cuando ésta está concentrada, el alma
puede alcanzar su forma perfecta. Cuando el alma ya ha logrado su forma
perfecta, deviene sólida la «forma» de la persona. Y cuando la «forma es
sólida», es a su vez el espíritu el que encuentra su forma perfecta.
Cuando el espíritu ha llegado a este estadio, la vida será entonces
larga. Este es el secreto que ponen en práctica los hombres santos, para
llegar al verdadero Tan (tanden). Ustedes deben saber que el Tan
verdadero no es algo exterior, y que no es algo ya logrado. Mil veces
hay que hacer que descienda el fuego del corazón (el soplo), y
mantenerlo abajo, para que colme el kikai-tanden. Si ustedes practican
este ejercicio sin descanso, se curarán la enfermedad que va ligada a la
meditación Zen, y desaparecerá la fatiga. Además, aumentará la propia
fuerza del Zen, y los que unos años antes, hubieran todavía dudado, lo
celebrarán, porque vivirán la experiencia de algo maravilloso, de una
gran alegría. ¿Por qué?
Cuando la luna sube hasta el cielo se disipan las sombras del castillo.
A 25 de enero de 1757.
Autor: Vuestro servidor, sentado entre los vapores de incienso.
Maestro del Asilo Pobreza
Abierto a aquellos que sufren hambre y sed.
HAKUIN ZENSHI
YA - SEN - KAN - NA
Historias contadas una noche, en una barca
Cuando me comprometí en la vía del budismo, juré proseguir sin
descanso la búsqueda de la fe y del Camino. Una noche, tras haberme
duramente ejercitado durante dos o tres años, tuve de repente una
iluminación. Las dudas que hasta entonces me habían asaltado, se
disiparon totalmente, y las raíces kármicas del eterno ciclo de la vida y
de la muerte, desaparecieron sin dejar rastro alguno.
En la calma de mi retiro, me dije: ¡el Camino no es tan difícil!, ¡y
sin embargo, mis predecesores lo buscaron desesperadamente a lo largo de
veinte y hasta treinta años! ¡Qué engaño!
Durante meses, bailaba de alegría… Pero un día, en que yo consideraba
lo que era mi vida cotidiana, comprendí que la acción y la calma no se
armonizaban en mí. Ya fuera en la acción, o en la calma, yo no disponía
de mí libremente. Y llegué a decirme: reemprende la lucha con coraje,
arriesga una vez más tu vida en el ejercicio. Apreté los dientes, abrí
los ojos y decidí abstenerme, tanto de sueño como de alimento.
Apenas había pasado un mes, la sangre subió a la cabeza. Mis pulmones
se debilitaron, y mis piernas se helaron. Me zumbaban los oídos. El
hígado y la bilis no funcionaban ya normalmente, y vivía en la angustia.
Mi corazón y mi alma estaban muy cansados, y era víctima de fantasmas,
ya estuviera dormido o despierto. Tenía las axilas bañadas en sudor, y
los ojos lacrimosos. Asustado por el estado en que me encontraba, fui a
ver a los Maestros Zen, y consulté a varios médicos. Nada cambió. Pero
alguien me había dicho: «Tras la montaña de Shirakawa hay un ermitaño
que vive en una gruta. La gente le llama Maestro Haku— yüshi. Es muy
anciano: se le calculan entre ciento ochenta y doscientos cuarenta años.
Su morada está aproximadamente a cuatro kilómetros de la vivienda más
próxima. Le gusta la soledad; en cuanto advierte que llega alguien,
huye. No se sabe si es un sabio o un loco. Las gentes del lugar dicen
que es un santo. También se dice que fue Maestro de Jôzan, y que está
muy versado en astronomía y en medicina. Si se le pregunta con mucha
habilidad, responde con alguna palabra, aunque esto no es frecuente. Si
se piensa en ello al volver a casa, se descubre que la respuesta tiene
un sentido profundo, que la mayoría de las veces es de gran provecho
para el hombre».
A mediados de enero de 1710, emprendí secretamente el viaje. Con mi
bolso al hombro, salí de la provincia del Mino, en dirección a Kurodani.
Al llegar al pueblo de Shirakawa, dejé mi bolso en una casa de té, y me
informé del lugar en que vivía Hakuyüshi. Uno de los lugareños me
señaló con el dedo un torrente que, de lejos parecía un ramal. Siguiendo
el susurro del agua, me interné en el valle. Al cabo aproximadamente de
un kilómetro, atravesé el torrente. A partir de ahí, ya no había
camino. Me encontré por casualidad con un anciano, quien me indicó a lo
lejos un lugar perdido en la niebla. Entonces vi algo amarillo, que a
juzgar por la transparencia del aire, tan pronto era visible como
invisible. El anciano me dijo que se trataba de una cortina de juncos
que Hakuyüshi había él mismo trenzado y colgado a la entrada de su
gruta.
A aquella altura, el paisaje era de una pureza y belleza indecibles;
mi corazón y mi alma se estremecían ante aquel espectáculo, hasta el
punto de que se me puso carne de gallina. Me apoyé en la roca, y dejé
que vinieran doscientas o trescientas respiraciones. Al cabo de un rato,
me coloqué bien la ropa, enderecé mi cuello, y apartando la cortina, me
incliné con todo respeto. En la penumbra percibí vagamente al Maestro,
con los ojos semicerrados, en la posición de Zazen. Sus cabellos negros
le llegaban hasta las rodillas, y sus mejillas estaban tan coloradas y
resplandecientes como el fruto de escaramujo. De sus hombros pendía una
vestidura hecha con tela de paño; él estaba sentado en un cojín de
hierba blanda. En la gruta, un cuadrado de alrededor de dos metros por
dos, ninguna señal de utensilio doméstico, ni de alimento. En su mesa,
tres libros: el Chung-yung de Confucio, el Tao-te-king de Lao-tse, y el
libro búdico Kongó-hannya-Kyô.
Me dirijí a él amablemente, describiéndole los síntomas de mi
enfermedad, y pidiéndole que me salvara. Al cabo de un rato, abrió los
ojos, fijó en mí su penetrante mirada; después se puso a hablar
lentamente: «No soy sino un anciano medio muerto e inútil, que se ha
retirado a la montaña. Sólo me alimento de castañas y de manzanas
salvajes. Duermo acompañado de ciervos y corzos, y por lo demás, soy muy
ignorante. Siento realmente vergüenza de que un sacerdote tan venerable
se haya molestado en venir hasta mí, cuando no estoy en condiciones de
responderle».
No podía hacer otra cosa que inclinarme ante él —lo que hice
repetidamente— y reiterar mi ruego. Por fin, tomó mis manos y examinó
todo mi cuerpo. Tenía las uñas muy largas. Pude entonces ver que su
rostro se fruncía de inquietud, y me dijo: «Es una pena, la enfermedad
está ya muy avanzada. Usted ha practicado con exceso sólo la meditación y
la ascesis; por eso ha caído gravemente enfermo. Porque esa “enfermedad
de la meditación Zen” es realmente difícil de curar. Incluso si
recurriera a los tres métodos terapéuticos: acupuntura, moxas y
medicina, y aunque consultara a los mejores médicos, como Henjaku y
Kwada, su estado no mejoraría. Por el contrario, lo que hay que hacer,
puesto que el mal ha venido por exceso de trabajo espiritual, es
intentar la “mirada interior”. No se puede hacer otra cosa. Pues, como
ya ha sido dicho: “Cuando se cae, hay que volver a empezar”. A esto yo
repuse: «No sabría cómo decirle que me gustaría aprender ese secreto de
la “mirada interior”. Y si usted me lo hace conocer, quisiera también
ponerlo en práctica».
Hakuyûshi se levantó y me dijo con calma:
«Así pues, usted es de ese tipo de hombre que realmente desea conocer
las cosas. Voy, pues, a entregarle un poco de lo que en otro tiempo, se
me reveló a mí: el secreto, que casi nadie conoce, para mantenerse con
buena salud. Si se tiene coraje para ponerlo en práctica, no sólo se
obtienen efectos sorprendentes, sino que hasta se puede esperar llegar a
una edad avanzada.
|
|
|
Primer
Anterior
2 a 2 de 2
Siguiente
Último
|
|
«El Gran Camino (Tao) se manifiesta bajo dos formas: el Yin y el
Yang. De la armonía entre estos dos elementos, nacen los seres vivos,
los hombres, y las cosas. Gracias al armonioso juego de las fuerzas que
ambos contienen, estos dos principios hacen que todos los órganos
internos funcionen bien, manteniendo una justa relación entre sí. Este
es el caso, por ejemplo, de venas-arterias-corazón. Al igual que la
respiración y la circulación sanguínea, que realizan cincuenta veces en
un día y una noche su movimiento de ir y venir. Los pulmones, órgano de
principio femenino, están encima del diafragma; el hígado, de principio
masculino, está situado por debajo, y el fuego que alimenta el corazón,
la respiración o también el sol (yang), tiene su sede en la parte
superior del cuerpo. En la parte inferior están los riñones, o también
la luna (yin). Los cinco órganos alojan a siete dioses, dos de ellos
tienen su aposento en el bazo, y otros dos en los riñones. La espiración
parte del corazón y de los pulmones, y la inspiración penetra en los
riñones y en el hígado. El fuego —la respiración— es ligero, y tiende a
ir hacia arriba. El agua es pesada, y tiende a correr hacia abajo. Si se
practica exageradamente la contemplación, el corazón se calienta, y los
pulmones se debilitan. Cuando se tiene mal en los pulmones, los
riñones, a su vez, se debilitan. Cuando la madre (los pulmones), y los
hijos (los riñones) están a la vez afectados, todos los parientes
próximos (las entrañas) se desarreglan, perdiendo su fuerza. De este
modo, los cuatro elementos pierden su equilibro original, engendrando
mil y una enfermedades, sin que ningún remedio pueda con ellas. Así no
es ya posible la salud.
«Cuidar la propia vida, es como defender un Estado. Un príncipe
ilustrado, un señor sabio y bueno, dedica toda su atención a los que
están abajo en la escala social; mientras que un soberano poco sabio,
sólo piensa en las cosas superiores. Cuando se da demasiada importancia a
éstas, la mayoría de los nobles se hacen excesivamente orgullosos, los
ministros no se preocupan sino del favor de su soberano, en lugar de
importarles los problemas del pueblo. Es así cómo éste conoce la pobreza
y el hambre. Los sabios y los buenos deben mantenerse en la sombra; y
un día el pueblo, descontento, se rebela contra los tiranos. De entre
los príncipes, muchos abandonan a su soberano, rebelándose, luego los
enemigos no tardan en atacar el país. El pueblo sufre, el Estado y el
pueblo conocen la aflicción. Pero cuando, en cambio, el soberano presta
toda su atención a las capas populares, los nobles contienen su
ambición, los ministros respetan su palabra, y no olvidan la vida del
pueblo. Los campesinos tienen cereal suficiente, las mujeres tejido en
abundancia, y hasta los sabios del país dan su apoyo. Los príncipes dan
testimonio del respeto hacia el soberano, el pueblo se hace próspero, y
la nación fuerte. El pueblo obedece la ley, y no tiene enemigo que
amenace sus fronteras. Los ministros no disputan entre ellos, y el
pueblo hasta olvida que existen las armas de guerra. Todo lo cual es un
modelo para el cuerpo humano.
«El hombre “verdadero” deja que su espíritu descienda a la parte
inferior del cuerpo; así no se dan los siete poderes nefastos (estados
de ánimo) —alegría, ira, inquietud, pensamientos morosos, tristeza,
terror, miedo—, ni tampoco atacan los cuatro enemigos externos (viento,
frío, calor, humedad). El soplo y la circulación sanguínea conservan
toda su fuerza y el corazón y la mente se mantienen sanos. La boca ni
siquiera conoce el sabor de los remedios, ni el cuerpo tiene que sufrir
los dolores de la acupuntura, o de las moxas. Los necios, las gentes
ordinarias, siempre dejan que la mente reine arriba. Así el corazón daña
los pulmones, los órganos internos se deterioran, todas las vísceras
sufren, y protestan. Por eso, el sabio anciano Shitsuyen dijo: “El
hombre verdadero respira con los talones, el hombre ordinario, con la
garganta”. El médico coreano Kyoshun dijo: “Cuando el alma está justo
por encima de la vejiga, el soplo toma una enorme amplitud. Pero si, en
cambio, está situada arriba, justo por debajo del corazón, el soplo se
hace rápido, y estará comprimido”. El chino Jóyóshi dijo: En el hombre
sólo hay un espíritu verdadero. Si lo sitúa abajo, un poco por debajo
del ombligo (es decir, en japonés en el tanden), una de las fuerzas
Yang, se unifica. Cuando empieza a despertar en el hombre una fuerza
Yang, siente que sube a su cuerpo una sensación de calor. Lo que hay que
hacer principalmente para mantenerse con buena salud, es saber guardar
fresca la parte superior del cuerpo, a la vez que permanece caliente la
parte inferior.
Los doce tipos de relación entre nervios y vasos, por una parte, y los
órganos internos de otra, corresponden a los doce signos del Zodíaco, a
los doce meses, y a las doce horas del día; así las posibilidades de
relación entre las seis fuerzas Yang y las seis fuerzas Yin corresponden
a un año entero, si dan la vuelta completa. Existe, por ejemplo, el
símbolo formado por cinco fuerzas Yin arriba, y una fuerza Yang abajo,
para expresar el comienzo de la recuperación de la salud. Otro símbolo:
o con otras palabras, «arriba la Tierra»
y «abajo el trueno»
y representa el solsticio de invierno expresando que el
hombre verdadero es aquel que respira con los talones. O también: abajo 3
Yang
y arriba 3 Yin
, con otras palabras, «arriba la Tierra y abajo el Cielo»,
este es el símbolo del mes de enero. Todo está en gestación: millares de
plantas comienzan a percibir la primavera. Es el símbolo del hombre
verdadero que pone toda su fuerza en la parte inferior de su cuerpo.
Cuando se llega a esto, el soplo y la sangre se llenan de fuerza.
Cinco Yin abajo y un Yang arriba
, es la montaña encima de la tierra, es decir, el símbolo
del mes de septiembre. Es la época en la que la montaña y el bosque
pierden sus colores, y cuando las flores se marchitan. Un gran número de
personas que respiran con la garganta se encuentran en un estado
comparable. Todo su cuerpo, y en particular su rostro, se seca, sus
dientes se mueven, y terminan por caer. Por eso en el libro titulado
«Enju— sho» se dice: «cuando el hombre no tiene ninguna de las seis
fuerzas Yang, sólo dispone de fuerzas Yin, por lo que no tarda en
morir». Se debe también saber que es siempre preciso poner el espíritu y
la fuerza en la parte inferior del cuerpo. Allí es donde realmente
reside el secreto que mantiene el cuerpo con buena salud.
«Hace ya mucho tiempo, Gokei fue a visitar al Maestro Sikidai
solicitando amablemente de él que le desvelara la técnica del ejercicio
del Tan (Tanden). El Maestro le respondió: «Es verdad que conozco el
sagrado secreto del verdadero Tan. Pero está prohibido revelarlo a
alguien que no pertenezca al más alto rango. En otros tiempos, Kôsêshi
se lo enseñó al emperador Kótei, quien purificó su cuerpo durante
veintiún días antes de empezar —con absoluto respeto— la práctica. No se
da el verdadero Tan fuera del Gran Camino, al igual que no hay Gran
Camino (Tao) sin verdadero Tan.
«Cuando se eliminan todos los deseos, y cuando los cinco sentidos
olvidan su función, aparece con plenitud la verdadera fuerza original.
Así lo expresa Taihakudôjin cuando dice: “Lo que yo cumplo con mi
naturaleza, con mi espíritu original, no es sino uno con el espíritu
original del Cielo y de la Tierra”. Y si como lo precisa Mencius (Meng—
Tseu), se concentra la Gran Fuerza Espiritual ligeramente por debajo del
ombligo, se mantiene ahí, y se refuerza a lo largo de meses y años, y
si un día se da la vuelta al Tanden, se puede uno dar cuenta de que lo
interior y lo exterior, el centro, las ocho direcciones del viento, y
las cuatro regiones, son una sola y única cosa, la Gran Unidad del
Tanden, la Gran Verdad Eterna, anteriores al Cielo y la Tierra, y más
allá de la vida y de la muerte. El ejercicio del Tan es entonces
perfecto. No se convierte uno en una especie de santo que cabalgando
vientos y brumas, vuela por encima de la tierra y camina sobre las
aguas, no se convierte uno en un “acróbata”, sino en un santo, que
transforma en leche el gran océano, y la tierra en oro».
Al llegar a estas palabras, yo, Hakuin, le dije: «Le he escuchado con
un gran respeto. Voy a dejar por algún tiempo la meditación Zen y
trabajaré por curar mi enfermedad. Sólo temo hacer que descienda
demasiado el fuego del corazón, enfriándolo, como dijo Rishisai. Porque
si concentro demasiado el fuego del corazón en un solo lugar, ¿no se
parará el soplo y la circulación sanguínea?». Hakuyüshi respondió
esbozando una sonrisa: «No. ¿No dijo Nishisai que en la propia
naturaleza del fuego del corazón, es decir en el soplo, estaba el ir
hacia arriba? Esa es justamente la razón por la que hay que hacerle
bajar, forzando que el agua suba (la sangre), que naturalmente tiende
hacia abajo.
«Cuando el agua sube, y el fuego baja, se dice que se da el “verdadero
ir y venir” (intercambio), y cuando éste existe, se encuentra uno
satisfecho, en paz; de otro modo, se está inquieto e insatisfecho.
Intercambio es símbolo de vida. La inmovilidad, es el de la muerte.
Cuando Rishisai aconseja ser prudente al hacer descender el fuego del
corazón, lo único que quiere es ponernos en guardia en cuanto a exagerar
la aplicación de los consejos que da Tankei para hacer bajar el fuego.
«Un anciano dijo un día: Cuando el ministro Fuego tiene tendencia a
subir, el cuerpo sufre. Si se echa agua, el fuego se amansa. Está el
Príncipe-Fuego y los Ministros—. Fuego. El Príncipe-Fuego se mantiene
arriba, y reina sobre todo lo que está en calma. Los Ministros-Fuego
están abajo, y gobiernan lo que está en movimiento. El Príncipe-Fuego es
el Señor del corazón. Los Ministros-Fuego son ministros del príncipe.
Los Ministros-Fuego son de dos clases, los riñones y el hígado. El
hígado corresponde al trueno. Los riñones se parecen al dragón. Por eso
se dice: Si se obliga al dragón a volver al fondo del mar, no habrá
explosión que se parezca a la del trueno; si se retiene el trueno en el
estanque, ninguna explosión será parecida a un dragón indignado. El mar y
el estanque son el agua; por consiguiente hay que amansar a los
Ministros-Fuego, porque suben con facilidad a la parte superior del
cuerpo. Y digámoslo una vez más, si se sufre del corazón, si se tienen
preocupaciones, el corazón estará caliente. Si el corazón llega a estar
caliente, hay que hacer que descienda hasta que llegue a los riñones (es
decir al agua). A eso se llama equilibrar el corazón (Fuego), y ese es
el camino de la paz, de la calma. Usted, Hakuin, ha dejado que el
corazón vaya hacia arriba; por eso tiene graves enfermedades. Si no hace
que el corazón vaya hacia abajo, no podrá curarse, aunque llegue a
conocer y dominar todos los secretos del mundo. Quizás crea usted que ya
estoy alejado de Buda, porque parezco taoísta. No, en realidad ese es
el verdadero Zen, como debiera ser. Si llega usted un día a comprender
esto, soltará una formidable carcajada (“Satori”, o con otras palabras,
echarse a reír fuertemente). Para lo que es contemplación, la verdad
está en la no-contemplación. Contemplar demasiado, es contemplar sin
razón. Ese exceso de contemplación es lo que le ha puesto tan gravemente
enfermo. En lo sucesivo, luchará contra esta enfermedad con la
no-contemplación. ¿No es esto lo justo? Si usted junta el fuego de su
corazón (y el fuego de su mente), concentrándolo justo por debajo del
ombligo (en el tanden), y en el centro de los pies, su pecho y su
diafragma se enfriarán, y ya no se levantará ni la más mínima onda de
las olas del pensamiento o del corazón. No diga que va ahora a dejar el
Zen. El propio Buda dijo: “Concentrar el corazón en el centro del pie,
curará cientos de enfermedades”. En el Sutra Agon hay un método que
indica cómo utilizar So [19] , y este método es una maravilla para hacer
desaparecer la fatiga del corazón.
«El libro “Maka-Shikan” aborda con mucho detalle las causas de la
enfermedad, así como los medios para curarla. Hay muchas formas de
respirar que ayudan a curar, y también se puede llegar a curarse
mediante ciertas representaciones de la mente. Por ejemplo, imaginándose
“hijo del ombligo”, o sea, representándose como un fruto en el centro
del ombligo. Lo que importa principalmente es imaginar que el fuego del
corazón baja, o dicho de otro modo, que se desplaza al espacio situado
debajo del ombligo, y al centro de los pies. Esto no sólo permite curar
las enfermedades, sino que también contribuye al completo desarrollo del
espíritu Zen.
«Hay dos clases de ejercicios: Keien-Shikan y Taishin— Shikan. Este
último permite una visión perfecta de la verdad; el otro consiste en
concentrar la fuerza del corazón en la región del Kikai-tanden. Quien
practica Taishin-Shikan obtiene un gran provecho. Hace mucho tiempo,
bajo la dinastía Sung, el Maestro Dôgen, fundador del Templo Eiheiji,
fue a China y visitó al Maestro Zen Nyojó, en la montaña Tendózan. Un
día, Dógen pidió a su maestro que transmitiera la sustancia de su
enseñanza. El maestro le dijo: “Cuando tu estés sentado en Zazen, pon tu
corazón en la palma de tu mano izquierda”. Este consejo resume el
Keien— Shikan, tal como lo enseñó Chisha-Daishi en su libro “Shô—
Shikan”, en el cual él cuenta cómo por este método, salvó a su hermano
cuando agonizaba.
«Otro, el gran-padre Hakuun, enseñaba: “Yo actúo siempre de tal modo que
mi alma colme mi vientre; ésta es mi forma de proceder para satisfacer
al prójimo, tener sobre los demás el influjo que hace falta, y recibir a
mis huéspedes. Así es como dispongo de la ilimitada libertad de ser
dueño de mí mismo, tanto en las grandes como en las pequeñas empresas en
las que participo. Este método es cada vez más eficaz para la salud, a
medida que se va envejeciendo”. ¡Sorprendente!, ¡verdaderamente
sorprendente! Todo esto tiene su base en un pasaje del tratado médico
“Somon”. Allí se dice: “Cuando se ha hecho el vacío en todos los órganos
internos, la verdadera fuerza viene por sí misma”. Para proteger el
interior con la fuerza y el alma, hay que hacer que penetren en todo el
cuerpo, hasta los 360 huesos y los 84.000 poros de la piel. Hay que
saber que ese es el secreto para mantenerse con buena salud.
«Hosó, un sabio que vivió hasta la edad de ochocientos años, dijo: “Para
encontrar la armonía del espíritu (es decir, llegar a hacer que esté de
acuerdo conmigo mismo), y para dar a la fuerza vital todo su poder, hay
que encerrarse en la habitación, preparar tranquilamente el espacio,
calentar el lugar reservado para la meditación, instalar un cojín de
diez centímetros de alto, estirar el cuerpo como conviene, cerrar los
ojos, agrupar la fuerza y el corazón en el centro, colocar un cabello
fino en la nariz, cuidando que no se mueva bajo el efecto de la
respiración. Después de trescientas respiraciones, se llega a un estado
en el que ni los oídos ni los ojos perciben ya nada. Ni el frío ni el
calor penetran así en el cuerpo, ni tampoco se es víctima ni de las
abejas ni de los escorpiones. Este ejercicio hace que se viva hasta la
edad de trescientos sesenta años, y permite aproximarse a la condición
de hombre verdadero”.
El poeta Sonaikan Sôtoba (en chino Sushi), dijo: «No se debe comer
sino cuando se tiene hambre, y hay que dejar de comer antes de saciarse.
Hay que caminar hasta que el vientre se vacíe, y una vez hecho esto,
retirarse a la quietud de la habitación, sentarse en la posición
correcta y, en silencio, contar las inspiraciones y las espiraciones,
primero hasta diez y luego hasta cien, y por último, hasta mil. De este
modo, el cuerpo llega a ser tan inquebrantable, y el alma tan serena
como un cielo sin nubes. Si se permanece en este estado algún tiempo, la
respiración, poco a poco, se hace más lenta, y cuando ya no hay ni
espiración ni inspiración, como si el aire entrara y saliera por los
84.000 poros de la piel, está claro que desaparecen todas las
enfermedades que existen desde la noche de los tiempos, y que una gran
cantidad de turbaciones y debilidades se resuelven de la forma más
natural. Es como si un ciego recobrara de pronto la vista. No se
necesita entonces preguntar dónde conduce el camino que se sigue, basta
con cultivar sin decir nada la fuerza que uno detiene. «Por eso se ha
dicho: “Aquel que se preocupa realmente de cuidar sus ojos, cierra los
ojos; en cuanto a aquel que quiere cultivar su oído, lo que desea es no
oír ya nada. Aquel que cultiva su alma y la fuerza verdadera, guarda
silencio”.
«A mi pregunta sobre el empleo de So, el Maestro Hakuyûshi contestó: «Si
al practicar este método, usted toma conciencia de que los cuatro
elementos que hay en usted no están en armonía perfecta entre ellos, y
de que el cuerpo y el alma están cansados, concéntrese y represéntese la
siguiente imagen: usted tiene en el cráneo un trozo de so —esa
sustancia olorosa, del color de leche, de admirable pureza—, grande como
un huevo de pata. Y que esta sustancia de excelente perfume y gusto,
empieza a mojar su cabeza y a caer lentamente por sus hombros, brazos,
pecho, pulmones, hígado, estómago, intestinos, y por todo el cuerpo
hasta la extremidad de la columna vertebral. De este modo es como
escurrirán todos los dolores y sufrimientos. Todo se purificará con este
líquido, se expulsará todo, como si fuera lavado por un flujo de agua
corriente. En realidad, se puede oír con precisión que el agua cae por
todo el cuerpo, bañando hasta las piernas y hasta el centro del pie.
Será necesario representarse esta imagen muchas veces. Cuando al caer,
el So se acumula en torno al cuerpo, bañándolo y calentándolo, será
igual que si un excelente médico llenara una bañera de maravillosas
medicinas, con las que usted calentara la parte del cuerpo por debajo
del ombligo. Teniendo en cuenta que todo depende del alma y del
espíritu, un delicado perfume viene a acariciar la nariz, sintiendo en
todo el cuerpo una deliciosa sensación de dulzura. Le recorrerá una gran
alegría, porque el corazón y el cuerpo viven en armonía. Uno se siente
incomparablemente mejor que cuando tenía veinte o treinta años. Entonces
se resuelven todos los males y sufrimientos acumulados, el estómago y
el intestino recuperan su armonía, y la piel toma un nuevo lustre. Si se
practica este ejercicio con constancia, se cura toda enfermedad, se
obtienen todas las virtudes, y se llega al modo de vivir de un santo. La
rapidez en lograr estos resultados, depende tan sólo del ardor que se
ponga en la práctica. Cuando yo todavía era joven, me ocurría mucho,
diez veces más que a usted, que caía enfermo. Todos los médicos
desistieron, y no pudo curarme ninguno de los cien métodos que se
intentaron. Me puse a orar a todos los dioses y budas, a todas las
divinidades y santos, a fin de conseguir su ayuda; y qué dicha sentí
cuando conocí de la forma más inesperada, el maravilloso método del
oloroso So. Me invadió una indecible alegría.
«Me puse a practicar con todo el ardor de que era capaz, y en menos de
un mes, desaparecían la mayor parte de mis enfermedades. Desde entonces,
mi cuerpo y mi alma están en calma y ligeros. Continué practicando este
método como un estúpido humano. Mis pensamientos terrestres se hicieron
gradualmente más tenues. Hoy he olvidado los habituales deseos de los
hombres. No sé qué edad tengo. Hacia la mitad de mi vida, pasé unos
treinta años en las montañas de la provincia de Wakasa, alejado de todos
y olvidado del mundo, y siempre que recuerdo este período, tengo la
impresión de que era un sueño fugaz en el que, no obstante, uno sueña
toda una vida. Ahora estoy aquí, en estas montañas inhabitadas, con mis
viejos huesos cubiertos con este grueso paño. El rudo frío de las noches
de invierno puede ciertamente traspasar mi vestido, pero no puede
llegar a mis viejas entrañas. Durante muchos meses, no tuve para
alimentarme ni un solo grano de arroz, y sin embargo, no tuve ni frío ni
hambre. Ahí es donde reside la eficacia de esta meditación.
«Ahora ya le he transmitido un secreto, y toda una vida no basta para sacarle provecho. ¿Qué puedo todavía añadir?».
Con estas palabras, el Maestro Hakuyüshi cerró los ojos y se sumió en
el silencio. Con las lágrimas en los ojos, me incliné ante él. Luego
emprendí el camino de regreso, empezando a descender. Los rayos del sol
poniente coloreaban la cima de los árboles. De pronto oí unos pasos que
venían de la montaña. Sorprendido, me volví y pude ver al Maestro
Hakuyüshi, que había dejado su gruta para acompañarme: Me gritó: «Ese
sendero de la montaña no se frecuenta. Cuesta trabajo distinguir el
Oeste del Este, y el visitante puede fácilmente perderse. Yo mismo le
mostraré el camino de regreso». Se puso sus grandes sandalias, y
ayudándose de un delgado bastón, empezó a bajar por las escarpadas rocas
y abruptos senderos, con tanta ligereza como si lo hiciera por un
camino uniforme. Hablando y riendo llegó hasta mí. Tras haber recorrido
aproximadamente un kilómetro, llegamos al borde de un arroyo. Hakuyüshi
me dijo entonces: «Si sigue el agua, llegará al pueblo de Shirakawa».
Con la pena en el corazón le dije adiós. Sin moverme, le seguí con los
ojos cuando regresaba. El anciano tocaba ligeramente el suelo con los
pies, igual que un santo varón que ha recibido alas y se va al cielo,
dejando el mundo y los humanos. Me invadió un sentimiento mezclado de
envidia y respeto. Me sentí afligido por no poder pasar toda mi vida
junto a este hombre. Luego reemprendí el camino de regreso.
Yo ejercitaba en silencio esta «mirada interior» que me habían
aconsejado, con una asiduidad total. A los tres años, las enfermedades
que antes me asediaban habían desaparecido, sin que tuviera necesidad de
recurrir ni a la acupuntura, ni a los moxas, ni a las medicinas. Pero
no sólo se curaron mis enfermedades, sino que además, aquello que me
parecía ser increíble, impenetrable, insoluble, sin que pudiera
comprenderlo de ninguna manera, se me hizo transparente. Llegué así a la
experiencia de la gran alegría (satori) seis o siete veces; en cuanto a
las pequeñas alegrías, a las breves iluminaciones, no podría contarlas.
Pude así comprobar la veracidad de las palabras del Maestro Myóki (de
la época Sung), quien decía: «Yo he conocido la gran iluminación
dieciocho veces, pero he tenido pequeñas iluminaciones en número
incalculable». Ya sé en lo sucesivo que estas palabras no mienten. Antes
yo llevaba dos o tres pares de calcetines, y tenía siempre los pies tan
helados como si los hubiera metido en la nieve. Hoy, no los uso ni
incluso en los inviernos más rigurosos, ni tengo tampoco necesidad de
calefacción. Aunque ya he cumplido setenta años, no padezco ninguna
enfermedad. Este es el resultado de este método, a la vez sabio y santo.
No diga que estas son cosas de un hombre que tiene ya un pie en la
tumba, y la mente un poco confusa, induciendo a los otros a error. Mi
relato no va dirigido a personas extraordinariamente dotadas, que
alcanzan de entrada la gran iluminación. Está más bien pensado para
aquellos que dudan y que, necios como yo, son aún víctima de
enfermedades e inquietudes. Que éstos me lean y pongan cuidadosamente en
práctica mis consejos; les servirá de un cierto alivio. Lo único que me
preocupa es que este relato llegue a manos de alguien que se eche a
reír, como si fuera un caballo masticando las vainas de habas secas. Lo
cual, sin duda alguna, molesta a la hora de la siesta.
A 25 de enero de 1757 (después J. C.).
|
|
|
|
|