En una urbanización de Florida, los Smith y los Anderson ocupaban chalets adosados contiguos. Ambos adoraban a sus mascotas; los Smith tenían un pequeño conejito al que le habían construido una pequeña casita y los Anderson un gran perro dogo. Un buen día, apareció el perro dogo de los Anderson y puso delante de su dueña su presa como regalo: el conejito de los Anderson, lleno de tierra y muerto. La señora Anderson, consternada, pensando en el disgusto de los Smith e intentando evitar las malas consecuencias de la travesura de su perro, decidió disimular e intentar tapar el asunto. Manos a la obra, cogió al pequeño conejito, lo lavó, lo secó con el secador de pelo y al caer la noche, todo esponjoso y reluciente, lo depositó en la casita que sus dueños tenían para él. Al día siguiente, la señora Anderson se cruzó con la señora Smith, totalmente desencajada y ensimismada. Al recibir el saludo de su vecina, la señora Smith, como despertando de un sueño le increpó: ¿Usted cree en los fenómenos paranormales, Sra. Anderson? Asombrada por semejante pregunta, la Sra. Anderson interrogó a su vez a su vecina sobre el sentido de su inquietud, recibiendo la sorprendente respuesta: “Pues imagínese, vecina, que nuestro querido conejito se nos murió hace dos días, lo enterramos… y esta mañana apareció, muerto pero limpio, reluciente y esponjoso, dentro de su casita!!!!!”
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