El abrazo del Neuquén y el Limay
Cuando el Paraíso parecía florecer sobre la tierra del pehuén, vivían dos jóvenes amigos, casi niños, llamados Neuquén y Limay.
Les gustaba compartir las horas de caza y soñar con los misterios presentidos más allá de las montañas y valles de la tierra que conocían.
Un día, mientras caminaban por el bosque de arrayanes, observaron a través de enredaderas, troncos y flores, a una jovencita mapuche. La niña murmuraba canciones, mientras peinaba largas trenzas renegridas.
Comenzó desde entonces un tratar de acercarse y conocerse entre los tres, hecho de cantos, de silencios en medio de atardeceres y montañas, de charlas por los senderos.
Y poco a poco los dos jóvenes amigos sintieron que una fuerza distinta, hasta entonces no conocida, invadía su amistad y comenzaba a separarlos, sin que ellos lo desearan.
Cada uno comenzó a aislarse del otro, a mirar en soledad los espejos y círculos de los lagos y las puestas de sol.
-¿Qué pasa entre Neuquén y Limay?- Era la pregunta obligada en la rueda de los mayores, acuclillados alrededor del fogón.
Fue la Machi, con su sabiduría de vida y años, la que aconsejó la prueba del destino como remedio al distanciamiento entre los amigos.
- Quiero una caracola que traiga el sonido del mar que no conozco- pidió Rahiué, que así se llamaba la jovencita mapuche de largas trenzas.
La Machi consideró que el destino había hablado y encomendó la tarea a los dos jóvenes. Ambos partieron una madrugada, aún húmeda de rocío, con rubor en la copa de los árboles y el augurio de las buenas nuevas de los pájaros mañaneros.
Quien primero trajese la caracola, recibiría el amor de la jovencita como recompensa.
Para ayudarlos en la búsqueda, Nguenechen, el padre de los hijos de la tierra, convirtió a los jóvenes en ríos. Uno, el Neuquén, correría torrentoso desde la altura que lo vio nacer, al norte. Otro, el Limay, buscaría desde el Sur, llegar hasta el mar por caracolas.
-¡Neuquén y Limay no volverán! ¡Neuquén y Limay ya te olvidaron! –clamaba el viento, enamorado y celoso, al oído de Rahiué.
La jovencita callaba y escuchaba. La mirada lejana. El cuerpo cobrizo cimbreante como junco, enflaqueciendo cada vez más. Hasta que un día, cuando las aguas no la reflejaban sino como una sombra de la hermosa muchachita que habían conocido Neuquén y Limay, Rahiué murmuró una ofrenda al Padre:
-Padre Nguenechen, yo te ofrezoco mi vida a cambio de que vivan mis amigos Neuquén y Limay. Padre, te la ofrezco, acéptala.
Los espejos circulares del lago deshacían la pequeña figura. Rayos de sol tibio acunaban su ruego. El cuerpo moreno de Rahiué fue sumiéndose en la madre tierra poco a poco, hasta que una nueva planta, de hojas muy frescas y con una flor roja distinta, fue tímidamente haciéndose un lugar en la constante verdura del bosque.
El Padre Nguenechen había escuchado.
En el viento, testigo de todo el cambio, pudieron más los celos que sentía por Neuquén y Limay, que su amor por Rahiué.
No lloró el regreso de Rahiué a la madre tierra. Arrasó el lugar con furia. Con rapidez resecó aún más el desierto y las bardas durante días y noches, para llevar la noticia a Neuquén y Limay. Quería ver el dolor que ella les causaría.
Los jóvenes –quienes hasta entonces habían buscado llegar al mar cada uno por su lado- no resistieron el vacío que les dejaba Raihué. Se abrazaron. Fundieron su dolor y sus cuerpos. Los dos ríos, hermanos en el amor y el dolor, confluyeron para formar el río Negro. Unidos, avanzan hacia el mar en la búsqueda eterna de la belleza y la amistad.
Versión de Lilí Muñoz