ALGUIEN MIDE en mi sueño, paso a paso, el tamaño que tiene la felicidad. Otro calcula la distancia que existe de la nada al infinito.
Pero nadie es capaz de atrapar la memoria de una quimera o de abrir el baúl donde las alondras guardan sus plumas de primavera.
Tampoco nadie sabe por qué, durante las noches fosforescentes, en algunos puertos los pescadores se atrapan a sí mismos en sus propias redes cuando escuchan el canto de una sirena extraviada.
Cuando uno duerme, la suerte no existe. Por eso, en el año del cometa que nadie vio pasar, la rueda de la fortuna fue lo único que tuve a la mano para remplazar el neumático pinchado de mi automóvil en esa carretera del desierto. Desde entonces, la buenaventura no me ha vuelto a sonreír pues la rueda no ha dejado de dar vueltas.
Cuando soñamos ingresamos en lo inexplorado. Y observamos extasiados bosques luminosos desde la atalaya de nuestro palacio de aguamiel. Y, gracias a la poesía, entramos en contacto con el mismo sueño de Dios.
Pero no me puedo librar de estos ojos, con los que he nacido, que suelen mirar detrás de los espejos. Son ojos que han perdido ya la esperanza de dormir y que sólo sirven para observar mejor la materia de la que están hechos los sueños. Y tampoco puedo controlar estas manos de arena que palpan a ciegas los húmedos cactus del desierto.
Hace siete siglos y medio unos gitanos robaron el rostro de mi felicidad y lo encerraron en las altas torres de un castillo. Pero mi fantasía es lo único que las mazmorras no han podido aprisionar.
Crece la noche en el horizonte y no hay una sombra que se apiade de mí ni que me diga buenas noches.
Yo sé que algún día, amada, el sonido de una campanita de porcelana nos despertará de un largo sueño. Por eso, deja que la palabra que habita en mi boca se desnude de sus prejuicios y se convierta en lengua.
Sólo así podré contarte sobre aquel extraño suceso, durante la temporada de huracanes, cuando un ejército de labios rojos arrancó los techos de las casas mientras los ladridos de los perros se convertían en galletas recién horneadas.
Cuando ello vuelva a suceder, te acostaré amorosamente sobre la arena para que veas cómo las nubes se convierten en popcorn y el maquinista de la locomotora del viento hace flamear su larga bufanda azul.
Mañana, mi amor, nos zambulliremos otra vez en el sueño. Y pintaremos de amarillo la oscuridad hasta encontrar la senda que conduce a la madriguera donde se esconde la causa de las causas.