El Imperio es eterno, pero el emperador vacila y se tambalea;
dinastías enteras se derrumban y mueren en un solo estertor.
De esas batallas y esas luchas no sabrá nada el pueblo;
es como el retrasado forastero
que no pasa del fondo de una atestada calle lateral,
mientras en la plaza central están ejecutando al rey.
Hay una parábola que describe muy bien esta relación.
El emperador-
así dicen- te ha enviado a ti, el solitario,
el mas miserable de sus súbditos,
la sombra que ha huido a la mas distante lejanía,
microscópica ante el sol imperial;
justamente a ti, el Emperador
te ha enviado un mensaje desde su lecho de muerte.
Hizo arrodillar al mensajero junto a su cama
y le susurró el mensaje al oído;
tan importante le parecía, que se lo hizo repetir.
Asintiendo con la cabeza,
corroboró la exactitud de la repetición.
Y ante la muchedumbre reunida para contemplar su muerte -
todas las paredes que interceptaban la vista habían sido derribadas,
y sobre la amplia y alta curva de la gran escalinata
formaban un círculo los grandes del Imperio-,
ante todos ordenó al mensajero que partiera.
el mensajero partió en el acto;
un hombre robusto e incansable; extendiendo primero un brazo,
luego el otro, se abre paso a través de la multitud;
cuando encuentra un obstáculo,
se señala sobre el pecho el signo del sol:
adelanta mucho más fácilmente que ningún otro.
Pero la multitud es muy grande: sus alojamientos son infinitos.
Si ante él se abriera el campo libre, como volaría,
que pronto oirías el glorioso sonido de sus puños contra tu puerta.
Pero en cambio, que vanos son sus esfuerzos:
todavía está abriéndose
paso a través de las cámaras del palacio central;
no acabará de atravesarlas nunca;
y si terminara, no habría adelantado mucho;
todavía tendría que cruzar los patios;
y después de los patios el segundo palacio circundante;
y nuevamente las escaleras y los patios;
y nuevamente un palacio,
y así durante miles de años;
y cuando finalmente atravesara la última puerta
-pero esto nunca,
nunca podría suceder- todavía le faltaría cruzar la capital,
el centro del mundo,
donde su escoria se amontona prodigiosamente.
Nadie podría abrirse paso a través de ella,
y menos aún con el mensaje de un muerto.
Pero tu te sientas junto a tu ventana,
y te lo imaginas cuando cae la noche.
Relatos Kafkianos
|