Recuerdo cuando era un mocoso, de grandes ojos negros y pelo rizado.
Recuerdo mi infancia en el pueblo, aquellas eternas tardes de biberón y chupete.
Recuerdo a mis padres dejarme al amparo de la gravedad, de rodillas en el suelo, y alejarse unos metros haciendo ostentosos gestos de que intentara acercarme a ellos.
Al principio gateaba y si intentaba incorporarme, me tambaleaba hasta que Newton y la manzana ejercían su ley con mi culo contra el suelo.
Y vuelta al principio..
Beso, chupete, al suello de rodillas..y a gatear….
Tambalearme y llorar
No tengo conciencia de qué día conseguí recorrer el tramo, torpón sin duda, sin caerme.
Posiblemente muchos meses más tarde, muchos llanto, chupetes y culetazos después.
Pero cada día tenía una nueva oportunidad.
Lo que recuerdo con sorprendente nitidez fue aprender a andar en bici.
Aquella BH vieja y roja me hacía volar por el parque del barrio. Si a eso le añadíamos un bocata de Nocilla, tenía la tarde perfecta dando vueltas alrededor de la fuente.
No me cansaba de repetirle a mi padre que me quitase las cuatro ruedas, que no pusiera límites a mis innatas cualidades de velocista, y tanto coñazo tuve que darle que una tarde agarró una llave inglesa y me las quitó.
Me sentí libre, capaz de volar.
Dos pedaladas después el hostión fue chico.
Pero no podía llorar…
Antaño no había cascos, tampoco eran necesarios, las heridas se curaban con el “Sana sana culo de rana..” y una escayola era motivo de envidia para todos tus amigos en el parque.
Desde ese día, cada tarde, mi padre después de 8 horas en la fábrica se quitaba horas de siesta (y de vida posiblemente) dejándose el aliento agarrando la parrilla de mi bici(antes no había Mountain Bikes) mientras yo intentaba con poco éxito mantener el equilibrio.
Y si una tarde salía con la rodilla derecha en carne viva, la siguiente era la izquierda la que llegaba a casa empapada en sangre…
Pero lo dicho..”Sana, sana..culo de rana..”
Cada día sangrando a casa, pero cada día contento porque sabía que al día siguiente tendría otra ocasión.
Y de repente, una de aquellas impenitentes tardes, zigzagueando y con grandes esfuerzos para mantener la bici de pie, no noté la voz de mi padre detrás.
Emocionado y sorprendido a partes iguales, trate de mirar para atrás para comprobarlo.
La imagen de mi padre pleno de felicidad a unos 30 metros de distancia fue lo último que recuerdo antes de chocar de nuevo contra el suelo.
Por fin sabía andar en bici…
Lo bueno que tiene esto de la vida es que por mucho que la cagues, mañana tienes otro día para redimirte.
¡De nada sirve lamentarse, lo que no te mata te hace más fuerte.!!!