La reciente publicación del informe Carbono azul del Programa de
Naciones Unidas para el Medio Ambiente explora las posibilidades de
utilizar los océanos en nuestra lucha contra el cambio climático por su
alto potencial para absorber dióxido de carbono (CO2). La
alta disolubilidad del dióxido de carbono en el agua explica que la
concentración de éste en los océanos (que cubren más de dos tercios de
nuestro planeta) sea 50 veces superior al que contiene la atmósfera. Los
organismos marinos retiran carbono disuelto al generar sus conchas de
carbonato cálcico y la materia viva y, cuando mueren, el carbono se
deposita en el fondo formando rocas calizas o bolsas de petróleo.
Ken Caldeira, del Instituto Carnegie; Richard Zeebe, de la
Universidad de Hawai, y dos de sus colegas señalan que los océanos han
absorbido alrededor de un 40% del dióxido de carbono emitido por las
actividades humanas durante los últimos dos siglos. Esto ha retardado el
calentamiento global, pero a un grave coste: el dióxido de carbono
extra ha causado que el pH (una medida de la acidez del agua) del mar
haya cambiado en un promedio de 0,1 unidades aproximadamente con
respecto a los niveles preindustriales. Esta acidificación de los
océanos impide el crecimiento normal de los microorganismos responsables
de la mayor parte de la fijación de carbono.
Los corales se ven seriamente afectados, destruyéndose uno de los
hábitats más ricos y complejos de la tierra. En definitiva, la
acidificación del mar, consecuencia directa del aumento de carbono en la
atmósfera, destruye la vida marina y rebaja la capacidad de los océanos
de reciclar carbono. El potencial de los océanos en la regulación del
clima es inmenso, como demuestra la proliferación de proyectos de
geoingeniería, que tienen su aplicación en los mares. Estos proyectos
pretenden cambiar el clima a escala global mediante manipulación directa
sin pasar por procesos naturales. El potencial destructivo es
directamente proporcional a la escala del experimento.
Estos proyectos pretenden fertilizar el océano, es decir, provocar un
crecimiento del fitoplancton (conjunto de organismos acuáticos con
capacidad fotosintética) vertiendo al mar micronutrientes. Ésta es una
técnica en debate desde 1990 y se han realizado múltiples experimentos.
En enero de 2009, el barco oceanográfico Polarstern del Instituto Alfred
Wegener (AWI) inició el experimento LOHAFEX de fertilización del
Océano. La principal amenaza de este sistema es que modifica la
composición del fitoplancton marino, alterando la cadena trófica. Por
otro lado, reduce la concentración de oxígeno en capas intermedias del
océano.
Otra técnica consiste en instalar tuberías de 200 m de largo que
pongan en contacto las capas profundas del océano con las superficiales,
haciendo subir las aguas frías y ricas en nutrientes. Esta técnica se
estima costosa y de bajo impacto en la captura de carbono. La última
técnica en serio debate es la de aumentar la alcalinidad del océano
aumentando, por tanto, su capacidad de retener carbono disuelto. Esto se
consigue vertiendo toneladas de roca caliza triturada que al disolverse
aumenten el pH marino. Esta técnica disminuiría la acidificación, pero
aumentaría mucho el nivel de iones disueltos.
Impactos ‘colaterales’
Estos proyectos constituyen una seria amenaza por ser altamente
impredecibles y por su potencial impacto global e irreversible. Deberían
prohibirse explícitamente en el futuro tratado de Copenhague. El
informe Blue carbon abre la puerta la utilización del océano para la
fijación planificada de carbono, explorando algunas propuestas de
geoingeniería o mediante los ecosistemas más eficientes en fijación de
carbono, como praderas submarinas, manglares, y marismas.
Estas propuestas recuerdan a los mecanismos de desarrollo limpio
(MDL) y proyectos REDD (Reducción de las Emisiones provocadas por la
Deforestación y la Degradación), que se lanzaron con el Protocolo de
Kioto para combatir el cambio climático. Medidas que han sido duramente
criticadas por ONG y organizaciones sociales por no respetar los
derechos de las comunidades locales, que se ven forzados a
desplazamientos y cambios en su modo de vida, no respetar la
biodiversidad ni tener en cuenta los servicios ambientales que los
bosques prestan. Aunque necesarios, estos mecanismos deben adoptar un
enfoque mucho más integral para servir a los fines para los que se
crearon. Si aplicásemos los proyectos REDD con la lógica actual,
podríamos asistir a la plantación de monocultivos submarinos o a la
destrucción de ecosistemas costeros para instalar ciclos de carbono
acelerados de dudosa eficacia.
La solución al cambio climático no debe dejarse en manos de
científicos ni de gobiernos. Es necesario un cambio profundo en el modo
de vida y los patrones de consumo de los países desarrollados. Este
cambio debe llevarnos a unos niveles de emisión de dos toneladas de CO2
por persona al año, estimando una capacidad de absorción del ecosistema
terrestre de 14 gigatoneladas y una población de 7.000 millones de
personas. Las emisiones en España durante el 2007 fueron de 7,68
toneladas por persona, de modo que lo que hay que hacer es dividir
nuestro consumo energético entre cuatro y dejar el mar tranquilo.
Martín Lago es biólogo y participa como
observador acreditado en las rondas de negociación del Tratado de
Copenhague
Martín Lago
