1ªPARTE
LOS CUMPLEAÑOS DE 50...60...70 ... 80....
¡¡¡QUE NOCHE, AMIGO,QUE NOCHE!!!
Los primeros cumpleaños, allá en mi lejana infancia, eran en la casa del homenajeado. Solo se hacía chocolate con medialunas o vainillas y la torta casera era de bizcochuelo y dulce de leche. En realidad no me acuerdo de ninguno en particular.
Por tercero o cuarto año de la secundaria te empezaban a llover invitaciones en cartulinas blancas con letras doradas: ¡Llegábamos a los cumpleaños de 15!
Ocho o diez años después, comenzaron los casamientos.
Luego llegaron los cumple de los hijos, de los amiguitos de los hijos, de los hijos de los amigos.
Esos cumpleaños ruidosos, con pibes llenando el departamento, arruinando sillones, alfombras y cortinas, ya que no se estilaba alquilar un saloncito para esos sociales.
Todo se volvió más tranquilo en materia de cumpleaños con los cumple de los nietos en saloncitos. De cinco a siete y media de la tarde y chau...
Hasta que alguien inventó el cumpleaños del número redondo, festejar 50, 60, 70.
¡Y estuvo genial!
Yo no sé quien fue, pero que alguien fue, no tengo dudas. ¡Sí, señor!!
Por suerte, está de moda encontrarte con gente vieja, gorda, pelada, hecha pelota, sorda, desdentada y canosa que alguna vez bailó, fue de levante y de joda con nosotros. Es casi, casi la Fiesta de la Nostalgia.
Y de pronto nos invitaron a una, justamente cuando hacía mucho tiempo que no teníamos una salida formal, y había que ir bien empilchados.
- No tengo idea de qué ropa ponerme - le dije a mi mujer.
- ¿Vos no tenés idea? -me contestó - ¿Y yo?, ¿que la última vez que me "sacaste" fue cuando vinieron
Los del Cuarteto Imperial al Club Comunicaciones?
Como faltaban varios días para la fiesta, nos empezamos a probar trajes, camisas, vestidos, blusas, pantalones, zapatos, cintos y corbatas. Todo nos quedaba estrecho y no permitía que se prendieran los botones. Lo que no nos ajustaba la panza, nos estrangulaba el cuello. Los zapatos nos comprimían los dedos. Los tacos altos eran un suplicio.
Nos sentíamos como matambres dentro de la ropa que nos oprimía. Conjugábamos por primera vez el verbo ‘matambrear’: casi todo nos matambreaba alguna parte del cuerpo.
Fui hasta el ropero y le dije a mi mujer:
- Vos vestite en el baño. Cuando yo esté listo te aviso y nos encontramos en el pasillo, para ver que tal quedamos.
Empecé por una camisa de seda, con un cuellito que estuvo de moda hace algún tiempo. ¿Cuánto hacia que no la usaba? Sólo me prendió un botón. El de más abajo, el que ponen al final, justo el que queda adentro del pantalón y nadie se entera si prendió o no. Como no había forma de abotonar los del medio pensé en algo que tapara esa desprolijidad.
Para disimular me puse un pulóver de lana, de esos elastizados, que al estirarse se bancan cualquier talle.
Me quedaba tan ajustado que me marcaba el ombligo con una redondez absoluta.
La voz nerviosa de mi esposa asomó por la puerta apenas abierta del baño
- ¿Y si les decimos que se nos enfermó la nietita y los padres tenían que salir? - dijo mi mujer con un bramido, como haciendo fuerza para cerrar un cajón, un baúl... o un pantalón.
- ¡Noooo, le dijimos a José que íbamos a ir! - le dije.
Para taparme el monumento al ombligo, probé con un sacón de lana que venía con un cinturón ancho también de lana, de aquellos que se tejían a mano. No me convenció demasiado, pero no tenía por ahora una salida más decorosa.
Luego intenté con el pantalón del traje. Sabía que sería el que demandaría el esfuerzo mayor. Subir, subió. Pero los ganchitos que lo tenían que cerrar ni siquiera se conocieron. Usé el cinto. Le hice un agujero extra, bien en la puntita. Ajusté todo lo que pude, y cerró!!! Intenté respirar hondo... y no pude, solo respiraciones cortitas, como jadeos.
Luego comencé con los zapatos: agacharme para calzarlos fue titánico, no llegaba al piso ni de casualidad.
Comencé a putear bajito. Transpirando y cinchando, me calcé los zapatos de cuero acordonados que me puse por última vez cuando fuimos al estreno de El Graduado. Atar los cordones lo dejé para más adelante.
El asunto fue tomar nuevamente la vertical. Apoyé mis dos manos en la parte de atrás de la cintura y palanqueé para enderezarme. No fue fácil, pero lo logré. Solo tuve que acomodar nuevamente toda la ropa que me había puesto.
Desde el baño escuché a mi mujer que seguía haciendo fuerzas, se apoyaba en las puertas, se agarraba del bidet y se quejaba como nunca la había escuchado.
Me puse una corbata para disimular que el botón de arriba no prendía y con los zapatos sin atar salí caminando como pude. El saco del traje lo doblé prolijamente y lo llevé colgado del brazo.
Nos encontramos en la mitad del pasillo. Nos miramos. Mi mujer sollozó suavemente y solo atinó a apagar la luz del pasillo donde estábamos. No nos podíamos mover, caminar ni respirar.
Como todavía quedaban unos días la convencí para llevar a la modista la ropa que nos probamos. Habría que agregarle, cortarle, ponerle o sacarle (más ponerle que sacarle). La modista arregló vestidos y blusas, ensanchó trajes y pantalones. Fuimos al shopping a proveernos de lo faltante.
Cuando llegó el día del cumpleaños éramos otra cosa, nos movíamos con cierta gracia, incluso ensayamos a hacer como que saludábamos al llegar. Después probamos una vez (una sola vez) a agacharnos e hicimos como que bailábamos para saber de antemano si algo de aquello se rompería, se despegaría, se desarmaría o se descosería en algún momento.
Quedamos bastante conformes, pero nuestros hijos nos cerraron con llave por fuera y nos prohibieron salir vestidos así. Nos amenazaron con no dejarnos ver nunca más a nuestras nietas.
¡Pero nuestra rebeldía efervescente y sesentona no se rinde! ¡Saltamos por la ventana y contentos y rejuvenecidos nos fuimos al encuentro de los compañeros de una generación pujante y vital!
Abrimos la puerta doble. José nos esperaba como si fuera una quinceañera. Le dimos el regalo a la vez que en un segundo observamos a todos los invitados y pudimos ver que casi todos estaban matambreados.
El buffet froid estuvo estupendo, los mozos bandejeaban bocaditos, empanadas de copetín, brochetes de diversos gustos. Luego invitaron a los comensales para que se sirvan de unas mesas perimetrales adornadas con manteles hasta el piso.
Jamones crudos, pavita, langostinos, quesos sabrosos, salmones y arenques. Palmitos, aceitunas gigantes, mayonesas, tomatitos cherry con condimentos ...
Luego, cuando sirvieron desde unos fuentones con mechero los platos calientes que se comían de parado, comenzaron los problemas.
Raviolitos y ñoquis al verdeo.
Mollejitas fritadas con salsa cuatro quesos.
Choricitos de blanco de ave a la pomarola.
Camarones con salsa provenzal.