Ausencia
de Dios
Digamos
que te alejas definitivamente hacia el pozo de olvido que prefieres, pero
la mejor parte de tu espacio, en realidad la única constante de tu
espacio, quedará para siempre en mí, doliente, persuadida, frustrada,
silenciosa, quedará en mí tu corazón inerte y sustancial, tu corazón de
una promesa única en mí que estoy enteramente solo
sobreviviéndote. Después de ese dolor redondo y eficaz, pacientemente
agrio, de invencible ternura, ya no importa que use tu insoportable
ausencia ni que me atreva a preguntar si cabes como siempre en una
palabra. Lo cierto es que ahora ya no estás en mi noche desgarradoramente
idéntica a las otras que repetí buscándote, rodeándote. Hay solamente un
eco irremediable de mi voz como niño, esa que no sabía. Ahora qué miedo
inútil, qué vergüenza no tener oración para morder, no tener fe para
clavar las uñas, no tener nada más que la noche, saber que Dios se muere,
se resbala, que Dios retrocede con los brazos cerrados, con los labios
cerrados, con la niebla, como un campanario atrozmente en ruinas que
desandara siglos de ceniza. Es tarde. Sin embargo yo daría todos los
juramentos y las lluvias, las paredes con insultos y mimos, las ventanas
de invierno, el mar a veces, por no tener corazón en mí, tu corazón
inevitable y doloroso en mí que estoy enteramente
solo sobreviviéndote.
Mario
Benedetti
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