Opinión / Ángel Gabilondo

El cuerpo con los años

Somos nosotros mismos y casi no nos conocemos con el paso de los años. El tiempo parece que nos aleja, cuando debía ser al revés. Es como si conocer y amar nuestro cuerpo no fuese cómodo.  

Cada día tenemos una mayor complicidad con nuestro cuerpo. Tanto como quizá distancia. Y siendo tan propio parece no pertenecernos nunca. Son los otros quienes nos identifican con él, hasta el punto de que sin ellos propiamente ni lo vemos. O nos limitamos a verlo, sin apenas saber algo de él. Es como si solo la enfermedad pudiera decirnos algo decisivo. Preferimos, si es así, no saberlo. Pero si ocurre, irrumpe con una rotundidad que supone una verdadera incorporación del alma. A veces, solo el placer y el dolor, en todas sus modalidades, nos despiertan junto a este amigo entrañable, tan nuestro, que somos nosotros. 

   El tiempo y el vivir van haciendo su trabajo. En cada poro de la piel, en cada músculo, en cada arteria, en cada vértebra, en cada arruga, en los ojos, en la mirada, van produciéndose pequeñas contiendas con desarrollo y desenlace desiguales. La tendencia es a creer que empeoramos. Y hay hechos empeñados en parecer confirmárnoslo. No se deduce de ello, sin más, que se resulte menos atractivo, y no digo eso tan manido y delator de que se es más interesante. La atracción se desenvuelve por caminos no siempre previsibles. En determinadas coyunturas incluye un trato con el lenguaje, un modo de hacer y de decir que forma parte, con los años, del propio cuerpo, hasta el punto de que en rigor no se está con alguien hasta que habla. Conocer y amar nuestro cuerpo no suele ser cómodo. Es fácil engañarse, pero es imprescindible sentirlo como propio. Parece como si nos hubiera brotado un ser extraño, un apéndice, un aditamento, una extensión, una carga; sin embargo, es él quien nos vela, él que somos nosotros.

   Tocar y sentir el tiempo en uno mismo, experimentar el rastro de los acontecimientos y preservar el aroma de lo que está aún por vivir hace que el cuerpo sea también el cuerpo por venir, aquel hacia el que vamos, aquello que perseguimos, que deseamos, que soñamos. Solo si queremos en nosotros lo vivido resultará atractivo lo que nos espera. La higiene sin higienismos, el ejercicio sin falsos atletismos, la sana alimentación sin extravagancias y la mesura y la dicha de la búsqueda de lo placentero propician reconocer que pensar, leer, escribir, hablar, viajar, pasear labran eróticamente nuestro cuerpo. El atractivo físico tiene esos tintes del espíritu.

   Con los años, el cuerpo puede saber amar porque sabe dejarse querer. No es el espejo el que nos ofrece nuestra realidad, es la mirada del deseo del otro. Y esa pasión incorporada ofrece la contundencia de lo inaudito, la alegría de una risa y de un placer compartidos. Vemos nuestro cuerpo perfilado en la emoción de los demás, su corazón nos concreta físicamente. Cada día más. Es el ánimo, el alma, la que lo puede hacer declinar.

 Cele -Celestino-