UN DÍA CUALQUIERA ( y 2ª)
El silencio volvió a rodearle. Su cara reflejó dolor. Ese dolor que solo nos visita en la vida una vez. Un dolor del que no se habla en los libros y que nunca llegaremos a ver en las películas, un dolor que no se cuenta en los poemas porque es posesión íntima del poeta y su conciencia, de su propia vergüenza. Una agridulce sensación de tristeza infinita, de pérdida absoluta, de vacío.
- Reconozco que aquel día mientras te veía volar, alejarte, las lagrimas no solo eran de tristeza. En parte sentí alegría. Siempre necesitaste volar.
La voz volvió a posarse en su hombro…
- Tú lo sabias – No había rencor en esas palabras.
Él volvió a cerrar los ojos, volvió a perderse en recuerdos. Las lágrimas volvieron a surcar su arrugado rostro, recorriendo caminos aprendidos con los años. Deslizándose hasta el borde del abismo de unas mejillas entumecidas, perdiéndose en las comisuras de unos labios en los que él había grabado a fuego un último beso junto a una puerta, en su frente, y en su boca.
- Si, lo sabía… pero lo olvidé. Este necio jugador coqueteó con nubes que ocultaban el cielo que tanto necesitabas.
La voz, juguetona como siempre fue, se posó en su otro hombro.
- ¿Por qué?, ¿Por qué lo hiciste?
Él no reprimo ladear su cabeza hacia el lado desde el cual sentía el arrullo de la voz. Era la única forma que le quedaba para sentirla más cerca. Las lágrimas se vieron forzadas a buscar nuevos caminos.
- Creo que tuve miedo. Miedo a que bajo ese cielo descubierto me vieras y huyeras volando. Miedo a perderte. Me encerré en mis propias fantasías, fabriqué mi propio mundo irreal. Y no comprendí hasta el final que tapando el cielo solo obtendría lo que quería evitar. Tapando el cielo marchité tus alas.
La voz se sentó en una silla frente a él, está vez como una hermosa mujer de grandes ojos verdes que solo quiere vivir.
- No entendiste nunca que yo te amaba tal y como eras. No entendiste nunca que yo quería volar contigo y no sola. No entendiste nunca que si tú hubieras querido volar conmigo, ese cielo habría sido nuestro.
Él abrió los húmedos ojos, dejó la seca pluma sobre la mesa y se refugio en su anillo de plata que aun mantenía en su dedo, en la posición correcta, la que durante unos años compartió con el de ella. Se dio cuenta de cuantas veces olvidó por aquel entonces mirar a su mano para recordarse lo que significaba, para no olvidarse de quien era ella, para recordarse quien era él. Para darse cuenta que no debió tener nunca miedo.
- No lo entendí hasta el final. Solo cuando te ví salir volando por ese bendito agujero que una nube cómplice dejó libre para ti, fue cuando mi cielo también se abrió. Fue cuando lo comprendí todo. Pero fue demasiado tarde. Tus alas siempre fueron más fuertes que las mías. Tus miedos siempre fueron menores que los míos. Siempre fuiste más madura que yo. Perdí la oportunidad más grande de mi vida.
Ella llevó las manos a su barbilla y le hizo levantar la cara para mirarlo a los ojos. Había pasado mucho tiempo desde entonces. Muchos cielos recorridos. Ojos verdes frente a ojos marrones.
- Te lo di todo. Confié en ti.
Con esas palabras el dolor volvió a visitarlo. Más agudo que nunca. El lejano piano se le clavaba en el pecho hasta lo más hondo, queriéndole recordar que seguía ahí.
- Lo se, tú no puedes ser de otra manera. Es tu virtud, lo que te hace única, pura. Yo no te di nada. Te defraudé – volvió a llorar, las lágrimas volvieron a recordar su camino – Incluso cuando volaste me seguiste dando todo, me enseñaste todo lo que necesitaba. Me diste mi propio cielo sin nubes, me diste mi propio ser, mi reencuentro con los míos, con los que me dieron la vida. Incluso con tus alas marchitas por mí, me lo diste todo. No se puede ser más grande… eres increíble mujer de ojos verdes. – Él tomó su mano y la besó en el dorso – Me hiciste feliz. Me devolviste la confianza en el mundo y en la gente. Conseguiste quitarme mi velo huraño, mi perpetua negativa a todo. Me diste un hogar, yo. Me enseñaste que yo soy mi hogar, y que los míos están allá donde yo esté – posó la mano es su mejilla – pero era tarde para nosotros. Era tarde para nuestro hogar, el tuyo y el mío. Era tarde para seguirte volando y darte lo que me pediste en su día, lo que al fin era capaz de dar gracias a ti, gracias a lo que me enseñaste. Por aquel entonces ya querías volar sola y yo no podía alcanzarte.
Ella miró por la ventana al cielo gris, a las nubes que se habían parado al no tener la atención de su dueño.
- ¿Por qué entonces te encuentro de nuevo jugando con las nubes? Tapando apresuradamente el cielo que te di.
Él la miró avergonzado. Le asustaba lo que ella pudiera pensar.
- Bueno, el cielo es tan hermoso que siempre me recuerda a ti. A veces duele tanto que no puedo seguir mi propio vuelo y tengo que bajar aquí y buscar mis viejas hojas incorrectas y mi pluma seca que ya se niega a escribir bajo el mandato de estas manos cansadas, y sin quererlo, o quizá si, me encuentro de repente con un cielo gris lleno de nubes. Y así paso la tarde, esperando. Esperándote. Pero no te asustes, es solo un alto en el camino. Mañana se habrán ido y de nuevo usaré el regalo que me diste. Desplegaré las alas, mis propias alas, y emprenderé de nuevo el vuelo hasta el próximo día en el que vuelva a doler y otra vez tenga que bajar a revolver en mi memoria como un niño travieso. No es nada.
Ella volvió a mirarle a los ojos. Ojos verdes frente a ojos marrones, desembocando ambos en lágrimas que viajan por caminos aprendidos con el paso de los años. Deslizándose hasta el borde del abismo de sus mejillas, perdiéndose en las comisuras de unos labios en los que habían grabado a fuego un último beso.
Y así permanecieron.
(De Foro Poético)