LA ENFERMEDAD NACIONAL
José María Castillo, teólogo
En 1798, el gran escritor sevillano, que fue José Blanco White, en sus Cartas de España, escribía esto: "Nuestra enfermedad nacional es la más horrible y compleja que jamás haya hecho presa en las entrañas de la sociedad humana. A pesar de gozar de algunas de las mejores cualidades que un pueblo puede poseer..., estamos, más que degradados, verdaderamente corrompidos por aquello mismo que debería servirnos para alimentar y promover las virtudes sociales. Nuestros corruptores, nuestros mortales enemigos son la religión y el gobierno" (carta 2ª, ed. Fundación José M. Lara, Barcelona 2004, p. 48). Esto escribía, hace más de 200 años, un sacerdote que, como testigo de su tiempo y de su país en la Inglaterra de finales del XVIII, está considerado como un testigo de singular valor, incluso por un crítico de mentalidad tan tradicional como Menéndez Pelayo. Y es importante saber que, hace más de dos siglos, había buenos conocedores de nuestro país que ya decían lo que en la actualidad sigue diciendo tanta gente. Nuestro país, al menos (no sé si otros también), va mal porque tanto la religión como la política funcionan mal. Tan mal, que religión y política actúan como factores desencadenantes de descomposición social. No se trata, pues, de que la gente se ha pervertido. El problema es más hondo. Por supuesto, no somos ángeles. Pero precisamente por eso, porque no todos somos ángeles (ni mucho menos), por eso necesitamos una autoridad política y una autoridad religiosa que fueran ambas ejemplares, responsables, que orientasen todo su empeño y sus trabajos a promover el bien, los derechos, la dignidad y la estabilidad social que tanto necesitamos. Lo cual exige una educación bien programada y ejecutada, unas leyes orientadas a defender los derechos de todos por igual, una democracia más participativa que la que tenemos, una religión más ejemplar, respetuosa, solidaria y abierta a las verdaderas necesidades de la gente, sobre todo de la gente más necesitada y desamparada. El problema, sin embargo, está en que, por lo visto, lo mismo la religión y la política del s. XVIII que la religión y la política de ahora, las dos, eran entonces y siguen siendo ahora "poderes" que intentan dominar, para mantenerse en el poder, pero ni eran entonces ni lo son ahora "autoridades", que con su ejemplaridad promueven la honradez, la responsabilidad, el mutuo entendimiento entre los ciudadanos, el rendimiento en el trabajo, la convivencia mejor posible de todos con todos. Cuando uno ve que los políticos corruptos actúan con el convencimiento de que lo importante es hacer lo que complace a la mayoría, porque eso les dará la mayoría en las urnas, por más que sigan adelante con sus corruptelas y sus corrupciones, es evidente que, con tales políticos y gobernantes, lo que conseguiremos será perpetuar esta corrupción que ya tiene carta de ciudadanía entre nosotros. Y, por lo visto, hay una notable mayoría a la que le va bien con lo que tenemos. Y, es claro, mientras esa mayoría persista en sus criterios, tenemos corrupción para tiempo. Y de la religión, ¿qué podemos decir cuando nos damos cuenta de que lo que importa es mantener la "buena imagen", por más que sea necesario ocultar tanta miseria que poco o nada tiene que ver con el sentido más elemental de la religión? Los últimos escándalos, de los que nos hemos enterado, dan buena cuenta de lo que vengo diciendo. ¡Por favor!, vamos a aparcar nuestras diferencias y nuestros intereses. Las divisiones y los enfrentamientos no consiguen sino dividirnos y enfrentarnos más y más unos a otros. Con lo que lo único que conseguimos es enfilar cada día más derechamente el camino de la mediocridad, la deshumanización y el hundimiento en una sociedad con poco, muy poco, futuro. Por no hablar de los problemas de conciencia que todo esto nos deja a todos en el fondo del espíritu.