Qué inquietante puede resultar el escaparate de una tienda de sombreros! De noche, más. Si observas la fotografía durante unos segundos y a continuación cierras los ojos, los sombreros continúan flotando en el interior de tu conciencia, como si contuvieran un mensaje que te atañe. ¿Qué clase de mensaje? Ni idea. Impresiona también que los sombreros se encuentren, de forma misteriosa, a medio camino entre el mundo de los objetos y el de los seres vivos (al modo en que las estrellas de mar representan la frontera entre el mundo aninal y el vegetal). Se percibe en ellos, en fin, una oscura vocación biológica, una tendencia orgánica, un instinto somático. El hecho de que algunos se encuentren boca arriba, mostrándonos su víseras de seda, añade al conjunto un plus de extrañeza. Salta a la vista que son sombreros inteligentes, quizá inteligentemente perversos. No duermen nunca, no descansan, no paran de provocar al paseante. Aunque jamás hayas utilizado esta prenda, te detendrías ante la exposición e indagarías sobre el precio de este o aquel, coqueteando con la idea de adquirir uno y salir de la tienda con él en la cabeza. ¿Pero cómo explicar al llegar a casa esa compra de impulso? ¿Cómo evadirse de la sospecha de que fue el sombrero el que te eligió? ¿Lo instalarías a la entrada, en un perchero, o preferirías, aunque resultara excéntrico, colocarlo en el interior de una jaula? ¿Cómo te sentirías más seguro? Esta fotografía, de alrededor de 1918, no ha perdido un ápice (¿qué rayos significará ápice?) de su eficacia. Parece un cuadro de Magritte.
Fotografía de George Eastman House
EL PAÍS SEMANAL