Hace años hubo en España numerosos pueblos anegados para combatir la sequía. Los que aún vivían allí y tuvieron que abandonar sus casas contaban años después historias teñidas de agua y melancolía, y las nuevas leyendas, que nunca cesan, comenzaron a hablar de campanas que doblaban bajo el agua y de enamorados de relación prohibida que nunca salieron de su calle y que murieron ahogados antes que enfrentarse a la separación.
Ahora, de pronto, las torres de esas iglesias olvidadas asoman entre el agua avaporada del pantano, y la sensación es la misma que la de encontrar un cadáver en una excavación: el miedo frente a un pasado que se creía definitivamente muerto, y que sin advertencia de ningún tipo reaparece frente a nuestros ojos. El misterio, el aire de saber muchas cosas que conserva todo lo viejo. Y por último, una carcajada siniestra: por mucho que quiera controlar el ser humano lo que le rodea, la apuesta siempre està perdida.
Incluso frente a las enfermedades, frente a la muerte, resta una promesa de victoria: algún día, pensamos, lograremos el control sobre los genes y la posibilidad de una vida casi ilimitada. Frente a los dioses paganos que eran el sol, la lluvia y el viento aún hemos desarrollado poderes. Sólo se podrían combatir con otras fuerzas naturales, más árboles, más césped, más invocadores de lluvia y de temperaturas templadas. Pero ahí se interpone otro dios, el cemento, el que más devoción ha despertado en los últimos años. Y como siempre que los dioses luchan, los humanos padecemos.
A la raza humana le han gustado siempre los relatos de terror: los de su origen misterioso, barro, hielo, maíz, errores o aciertos de dioses, y los de su fin: diluvios, rayos vengadores, ciudades condenadas por el fuego, epidemias atroces que diezmaban la humanidad. Como un eco repetido, como una impronta genérica, nos reconocemos en los viejos relatos. Sabemos desde tiempos inmemoriales que nos aguardan cuatro plagas: la peste, el hambre, la guerra y la muerte. Ahora acuden a nosotros de la mano del clima.
Hablamos de nuestra futura desgracia como de las tragedias pasadas, como de algo que no acabamos de creer, como algo en lo que se recrea nuestra mente; si no llueve, nos dicen, lo pasaremos mal. Si no llega de una vez el verano, no habrá cerezas. Tan constante, tan frívolamente como seguimos hablando de si preferimos el sol o la sombra, mar o montaña. Como si no nos acabáramos de creer lo que sabemos, como si no estuviéramos de paso.