Lo que ha ocurrido en España en las últimas semanas, exactamente desde el 22 de mayo al 11 de junio, da mucho que pensar. Por supuesto, mis puntos de vista son discutibles, muy discutibles.
Pero, aun así y todo, sería necesario estar ciegos para no ver lo que está a la vista de todos. El hecho es que, aun siendo tan claro el resultado electoral a favor del PP, el descrédito de los políticos, sean del color que sean, resulta tan generalizado como abrumador.
Y sin embargo, ¿por qué se les valora tan mal, tan rematadamente mal, a todos, lo mismo a los que han ganado que a los que han perdido?
Posiblemente - justo es reconocerlo - les estamos pidiendo a los gobernantes lo que no pueden dar de sí. Porque nadie me va a discutir que estamos viviendo una situación excepcional: la crisis económica más profunda, más global y más prolongada que ha sufrido la humanidad desde el final de la segunda guerra mundial. Una crisis tan excepcional que, para su inmediata solución, hubiéramos necesitado gobernantes igualmente excepcionales. Y de sobra sabemos que las personas excepcionales, son excepcionales precisamente por eso, porque son una excepción que rompe los moldes y hace su aparición muy de tarde en tarde y de forma aislada.
Por eso, a mi manera de ver, el desprestigio de los políticos no se debe a que la gente les pida que sean personas excepcionales, que resuelven todos los problemas y superan todas las dificultades. No. Lo que los ciudadanos les exigimos a nuestros gobernantes, no es que sean personas “excepcionales”, sino que sean personas “honradas”. Y al decir esto - creo yo - estamos poniendo el dedo en la llaga.
Porque ahí es donde está el problema. La gente está cansada y harta de política y políticos porque ya nos resulta insoportable el “cainísmo político”, que es la postura del que busca, a toda costa, no el bien de todos, sino hundir al contrario. La gente está cansada y harta de política y políticos porque es un escándalo que las listas electorales estén repletas de nombres de individuos corruptos, imputados ante las autoridades judiciales por delitos de los que se les tendría que caer la cara de vergüenza, pero resulta que, en lugar de dimitir con dignidad, pretenden seguir ocupando cargos y puestos de gobierno para los que presuntamente han demostrado que son indignos e incompetentes. Con un agravante: al proceder así, le están diciendo a la ciudadanía: “sea Vd un corrupto, que no le va a pasar nada, seguirá Vd en su cargo y continuará triunfando en la vida”.
¿Eso es lo que les estamos enseñando a nuestros jóvenes? La gente está cansada y harta de política y políticos porque nos producen náuseas los oportunistas de turno, que, cuando llega la hora de la verdad, prescinden de sus convicciones políticas y de los principios que han defendido en sus formaciones políticas para aliarse con quien sea, con tal que le den una poltrona, aunque sea la última. La gente está cansada y harta de política y políticos que mienten, que callan lo que les conviene a ellos, que se les palpa, en lo que dicen y en lo que no dicen, la falta de transparencia y, por tanto, nos dejan siempre la inquietante pregunta: ¿a dónde nos quiere llevar esta gente?
Un país no puede soportar por mucho tiempo una gestión política que, en definitiva, lo que hace es provocar un proceso de descomposición ética. Porque un proceso así, en última instancia, es responsabilidad de todos. No olvidemos que, en los sistemas democráticos, a los gobernantes los elegimos los gobernados. Si hoy nos quejamos de los corruptos que ocupan puestos de gobierno, en realidad de quien nos tendríamos que quejar es de quienes los han votado.
Y si este peligro amenaza siempre a los países democráticos, en el caso concreto de España ese peligro se acentúa más de lo que imaginamos. En nuestro país, ahora mismo, estamos confrontados a un fenómeno social de dimensiones asombrosas. Porque lo que estamos viviendo (y padeciendo) es lo que, con toda razón, se ha denominado “la rebelión de los límites” (Franz Hinkelammert). En España hemos rebasado los límites de lo posible. Y cuando eso sucede, la consecuencia es que se destrozan los criterios éticos más determinantes. Y la convivencia se encanalla. Porque se gasta en lo superfluo lo que es necesario para lo esencial e indispensable.
La gente se llega a convencer de que puede vivir por encima de lo que realmente puede. Por eso tantas familias se han hipotecado hasta las cejas, comprando casas, coches, pagando vacaciones suntuosas, costeando caprichos, etc, etc. Y mientras tanto, no hay dinero para costear una buena educación para nuestros hijos, ni podemos pagar buenas universidades, ni tenemos la sanidad que necesitamos, ni sobre todo tenemos un sistema económico capaz de ofrecer trabajo para todos.
¿Y creen Vds que una situación así la van a enderezar unos políticos que ya nos han dado pruebas suficientes de que ellos son los primeros que están dispuestos a seguir viviendo muy por encima de los límites que permiten las posibilidades reales de España? He aquí por qué lo más decisivo, en este momento, es restaurar la correcta relación entre ética y política.