DAVID SERVAN-SCHREIBER
Profesor de Psiquiatría
Dame la mano
Carla se ha caído de la bici y se ha abierto la ceja. Está sangrando, tiembla y le duele la cabeza. Armando ha llamado a una ambulancia, pero no sabe qué más puede hacer para ayudar.
Mientras esperan, le coge la mano y le acaricia con suavidad el pelo. Le dice al oído que todo irá bien, que es normal que le duela, pero que pronto la llevarán al hospital. Ya en urgencias, no le dejan acompañar a Carla hasta la habitación. Al cabo de una hora, a pesar de habérselo prohibido, decide ir a buscarla. Está esperando sola y aún sigue temblando un poco. No parece que haga gran cosa, pero deja apoyada su mano en la de Carla mientras esperan juntos. Se alegra de que haya venido. Unas horas más tarde, después de hacerle varias radiografías, donde no se ve nada grave y de ponerle un pequeño apósito en la ceja, se marchan en un taxi. Ella le comenta: "¿Sabes? Es curioso lo bien que me he sentido cuando me has dado la mano durante todo ese tiempo en que estaba asustada…". Y se sonríen.
Las heridas no se curan con el afecto, pero la soledad y el miedo sí. E incluso, ahora ya se sabe, el dolor. En la Universidad de Wisconsin, en Estados Unidos, Richard Davidson, uno de los investigadores más importantes en neurociencia, estudió el miedo y el dolor en un grupo de mujeres sometidas a pequeñas descargas eléctricas. Mediante una IRM (imagen por resonancia magnética) medía la actividad del cerebro. Si se las dejaba solas durante el experimento, sentían miedo, sufrían físicamente y su cerebro emocional se mostraba particularmente activo. Si uno de los miembros del laboratorio, al cual veían por primera vez en su vida, les daba la mano, sentían menos miedo. Sin embargo, su cerebro seguía registrando actividad de dolor, aunque mostraba menos ansiedad. Por el contrario, si eran sus maridos quienes les cogían la mano, en ese caso, el cerebro se calmaba a todos los niveles.
Algo importante ocurre a través del contacto físico. Algo tan fuerte como un medicamento que calmara el dolor y el miedo. Y cuanto más intensa sea la relación, más eficaz será como "medicamento": su efecto sobre el cerebro de estas mujeres era directamente proporcional al amor que sentían por sus maridos. Cuando estos cogían sus manos, se podía apreciar cómo se modificaba una de las regiones más profundas del cerebro emocional: el hipotálamo. Este regula la secreción de todas las hormonas del cuerpo, sobre todo, las del estrés. Poder actuar de esta manera sobre el hipotálamo y sin tener efectos secundarios es el sueño de cualquier empresa farmacéutica.
Los investigadores de la universidad de Wisconsin denominan a la relación afectiva "un regulador oculto". Regulador porque actúa en profundidad sobre las funciones del cerebro y oculto porque no se percibe cuando todo va bien, pero desempeña un papel clave en una situación de estrés o de riesgo. Durante mi estancia en Guatemala con Médicos sin Fronteras me di cuenta de que los terapeutas mayas con los que trabajaba se cogían a menudo de la mano durante las reuniones de equipo, como lo hacen los niños. Al principio lo encontré algo desconcertante, pero después de ver sus amplias sonrisas y las carcajadas que les provocaba, terminé por convencerme de que eran mucho más inteligentes que nosotros. ¿Por qué privarse de tal placer?
Carla y Armando lo habían comprendido de forma intuitiva esa tarde en urgencias. Como en muchos otros campos, los mayas habían descubierto, sin duda mucho antes que nosotros, un acceso directo y sencillo a lo que hay en lo más profundo de nuestra naturaleza: la necesidad de sentir físicamente que estamos conectados con los demás… y con el amor. ¿Y si sacáramos más partido de este descubrimiento?
Cele -Celestino-
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