Los tiempos complejos, de importantes desafíos, han de ser aún más tiempos de convicciones, no tan volubles e inestables como los estados de ánimo. Ellas son nuestro decisivo recurso. Puestos a desprenderse de algo, conviene andarse con cuidado y no olvidar que son, con la salud y los afectos, lo absolutamente determinante de nuestra existencia. No nombrar la economía podría parecer una arrogancia idealista, pero está en lo que decimos, ofrecida no como razón, sino como condición.
Para afrontar la situación en la que cada cual nos vemos, personas, colectivos, instituciones, es indispensable hacer un balance de nuestras convicciones y alarmarnos si, o bien no somos capaces, o si el resultado nos parece vacío. Y conviene hacerlo para que nuestro juicio de valor sobre la situación no se limite a ser un conjunto de impresiones, salpicadas de datos y de apetencias.
Cuando un buen luchador sale de expedición o de campaña a la conquista, al rescate o a la defensa de algo, va bien pertrechado. Los pertrechos son en realidad cuanto se precisa para una adecuada operación. Se trata de algo de lo que ha de disponerse porque es necesario para la tarea. Los pertrechos son el alimento para nutrirse, el agua para sustentarse, las herramientas para valerse, la brújula y el mapa para orientarse, unas prendas para abrigarse. También se precisa saber. En definitiva, ha de ir equipado y preparado con provisiones, para abastecerse, verdaderos víveres para la travesía.
Hoy, quizá como nunca, tal vez como siempre, hemos de pertrecharnos con nuestras convicciones, principios y valores para afrontar la actual situación.
No deja de ser significativo que los pertrechos son además la impedimenta, el bagaje que uno lleva y que en principio impide la celeridad de la marcha y de las operaciones. Se considera entonces un obstáculo, una molestia, un estorbo que parece dificultar la ejecución de lo que nos proponemos. Surge en tal caso la tentación de desprendernos de esos impedimentos, para supuestamente ir más eficaz, realista y rápidamente a afrontar los asuntos. No estamos para parar en mientes o perdernos en detalles. Creemos así ir más veloces y ligeros. Pero desprendidos de la impedimenta, liberados de los pertrechos, ya no estamos en condiciones adecuadas para abordar las situaciones conflictivas, para superar las dificultades. Desnutridos, desorientados, mal abrigados, lo que parecería ser un alivio viene a ser una total indefensión.
Sin convicciones podría parecer que vamos más rápidos y más lejos. Pero, de ser así, nos inquieta la dirección y el sentido de la marcha. El extravío, disfrazado o no de buenos resultados inmediatos, acabará imponiéndose. Otra cosa es que debamos replantearnos esas convicciones, debatirlas y compartirlas, darles consistencia, coherencia y viabilidad, asentarlas en proyectos realistas y vincularlas a la transformación de las situaciones insostenibles e inaceptables, también en nosotros mismos. Y buscar compañía para la experiencia y el itinerario, no exentos de peligros.
En todo caso, no hemos de carecer de convicciones, de principios y de valores. Además, cuando creemos estar limpios de “esas cosas”, solemos trabajar, tal vez sin reconocerlo, al servicio de lo propuesto por quienes los confunden con sus intereses o de quienes tienen otra visión de la sociedad y de la vida. Por ello, hemos de hacer valer también las buenas razones de nuestras propias convicciones y esgrimirlas ante situaciones de desorientación o desconcierto, ante decisiones que hemos de adoptar, ante las opciones, los caminos o las tesituras en las que nos vemos envueltos.
Desprenderse de las convicciones es olvidar que los impedimentos son en realidad nuestros pertrechos, nuestra mayor y mejor posibilidad. Sobre todo para respetarnos a nosotros mismos y no dejar de ser quienes somos, en cada coyuntura, por muy compleja que resulte.
Kant nos hace ver en la Crítica de la Razón Pura que no hemos de sacar falsas conclusiones al sentir las dificultades de cuanto nos opone resistencia, ni limitarnos a lamentarlo, ni presuponer que iríamos mejor sin ella. Y nos recuerda cierta ave que al notar esa resistencia del aire presuponía que volaría mejor sin ese obstáculo, o aquel pez que lamentaba que el agua le impidiera avanzar con más velocidad, olvidando el pájaro que volaba precisamente gracias al aire y el pez que podía nadar gracias al agua.
(Imágenes: Francisco de Goya, La tormenta de nieve; Cazador con su perro portando la liebre, Cerrillo Blanco de Porcuna, Museo de Jaén, )