El último silencio de
Claudio Abbado
DANIEL
VERDÚ
La música entona un réquiem mundial por Claudio Abbado. La muerte de uno de sus hijos predilectos deja atrás una época. Hoy ya todo es
silencio. Esa parte de la música que él tanto dominaba. Se va uno de los
directores de orquesta más extraordinarios e influyentes de todos los tiempos.
Una leyenda de la batuta. Su fichaje por la Filarmónica de
Berlín a la edad de 56
años fue el momento cumbre de una carrera a la altura de los más grandes.
Ocupaba el lugar de un mítico Herbert von Karajan, que había aportado a la formación berlinesa una cultura del
sonido, perfección, virtuosismo, marketingy negocio discográfico. Donde su
antecesor brilló como una estrella mundial, Abbado aportó conocimiento y
sensatez. Diálogo con la orquesta, a quienes pedía que no le llamasen
“maestro”. Solo “Claudio”, a secas. Afrontó el reto con ideales sólidos,
personalidad equilibrada, gran dominio del repertorio, gusto por los
compositores contemporáneos y una inquebrantable apuesta por el talento joven.
Este ha sido parte de su gran legado: la cercanía a la juventud. Desde la
renovación de los miembros de la
Filarmónica de Berlín, su labor pedagógica, la tutela de
estrellas como Gustavo Dudamel o la creación de magníficas orquestas
como la Gustav Mahler
Jugendorchester o la de Lucerna.
El aura de leyenda que
le acompañó se forjó en los escenarios. A través de la música, pero también del
combate público que mantuvo con la muerte enfrente mismo de los espectadores a
causa de un cáncer de estómago. El Réquiem de
Verdi que dirigió con la
Filarmónica de Berlín en 2001, con visibles dificultades
físicas sobre el podio, sonó a despedida. Pero venció al destino y le arrancó
13 años más a la vida. Luego, en su regreso definitivo, dedicado por completo a
su pasión por los jóvenes, sonó la Segunda de
Mahler: La resurrección. La suya.
De aquella inesperada
prórroga, con la que ni él mismo contaba, sus interpretaciones fueron
arrimándose cada vez más a lo místico, a la elevación metafísica.
De la arrolladora ciudad de Berlín se desplazó a
la tranquila y plácida Lucerna. Allí construyó un proyecto a la medida de sus
fuerzas. Vivió años pletóricos. La fe en la música fue alimento para su cuerpo
maltrecho. “Siempre decía que era su mejor medicina”, explicaba ayer Martín
Baeza-Rubio, trompeta y director español que le acompañó en la mayoría de sus
proyectos. “Para él todo estaba en la música de cámara. Una orquesta era un
quinteto de cuerda un poco más grande. Todo el mundo debía entender ese diálogo
con el del al lado”, recuerda.
Criado en una familia de
músicos, estudió piano, dirección y composición en el conservatorio de Milán.
Aprendió de su padre, el violinista Michelangelo Abbado, y del mítico Carlo María Giulini. En Viena, donde completó
sus estudios, coincidió con personalidades que le acompañarían en su carrera
como Martha Argerich. Siempre rodeado de amigos. No se le conocen grandes
rivalidades, excepto aquella, acentuada por los medios y zanjada en los últimos
tiempos, con Muti, quien le sustituyó después de casi dos décadas en La Scala. Justo cuando
Abbado se marchó a Berlín, donde ayer la formación lamentaba su pérdida: “Su
amor por la música y su insaciable curiosidad fueron una inspiración para
nosotros y dejó su marca en nuestra manera de hacer desde los primeros
conciertos en 1966. Estamos orgullosos de contarle entre nuestros directores
titulares y de ser parte de su legado musical”.
En su vertiente
operística también trabó relaciones de fidelidad con cantantes como Teresa
Berganza. Juntos hicieron casi todo Rossini. Ayer hablaba de él como el músico
más influyente y extraordinario que ha conocido. “Cantar con él era muy fácil.
No hacía falta mirarle las manos, con los ojos ya sabía lo que quería. Mi
primera Carmen fue
con él. Han sido muchos años de hacer buena música juntos. Perdemos para mí el
más grande. No es solo él, es una época la que se va”.
El año pasado fue
nombrado senador vitalicio por el presidente de la República Italiana,
Giorgio Napolitano. En diciembre decidió renunciar al sueldo del cargo y
donarlo a la Escuela
de música de Fiesole, en la
Toscana. Vivía horrorizado por la
situación de la cultura en su país, mutilada por los recortes. Hombre de
izquierdas, comparaba a quienes lo han permitido con criminales. A
menudo citaba a Alemania y Austria como un ecosistema donde las artes podían
sobrevivir y desarrollarse en Europa. Todo estaba en la educación. Por eso
adoraba el Sistema de Orquestas venezolano y su “santo” José Antonio Abreu.
Ayer, el icono de ese trabajo, Gustavo Dudamel, lloraba su pérdida. “Para mí
será siempre parte de ese excelso grupo de genios en la historia del Arte. Su
infinita generosidad y amor serán siempre unos de los más valiosos tesoros que
guardaré en esta vida”.
Como otras veces, el
programa de su último concierto el 26 de agosto en Lucerna también fue el
subtexto de su propia biografía. La Incompleta de Schubert y la Novena de Bruckner, ambas sinfonías
inacabadas al alcanzar la muerte a sus compositores. A él también le sorprendió
el final con decenas de proyectos. Estaba ilusionado con retomar la Tercera de Schumann, que canceló el pasado
verano y recuperaría en 2014. Y de completar la integral de Brahms con la
orquesta de Lucerna. Siempre sin la partitura. Tanto para la música, como para
darle esquinazo a su propio destino.
