Los amantes
Antes de pasar a la actividad que los había llevado a reservar aquella habitación en un hotel de la playa de Varadero, los amantes quisieron cerciorarse de que estaban protegidos de las innumerables cámaras fotográficas, micro- micrófonos, grabadoras minúsculas pero poderosas, capaces de captar el menor jadeo, el más ligero roce de sus cuerpos erizados, adoloridos ya por la necesidad de la entrega, del contacto irreprimible, y que indudablemente habían sido colocados en alguna parte de aquella habitación miserable.
Cubrieron primero las cuatro paredes con sábanas que ellos mismos habían traído para los efectos y con la sobrecama del hotel cubrieron el techo, claveteándolo por las cuatro esquinas arrasadas. Después corrieron la cómoda de espejo circular contra la puerta, de modo que al ser forzada la cerradura tropezaran por lo menos con algo, lo que les permitiría ganar tiempo y evitar así que los sorprendieran en pleno desenfreno, en plena cama, sin haber tomado las precauciones pertinentes. Después revisaron las sospechosas hendiduras del espaldar de la cama, rellenándolas con una especie de betún oscuro para por lo menos empañar el lente o los micro lentes de las micro cámaras que allí estuvieran. Con esparadrapo cubrieron las heridas de las ventanas y las grietas del piso. Seguidamente metieron debajo del colchón las llaves, el cenicero, dos vasos aparentemente transparentes y las dos pastillas de jabón que descansaban en el lavamanos.
Ya amanecía cuando se dieron cuenta de que todavía no estaban seguros. Faltaba cubrir el clóset, poner un hierro que no trajeron detrás de la puerta, otro más pequeño detrás de las ventanas y un alambre de púas para coser las persianas, las que se podían abrir fácilmente desde afuera, con sólo subirse a una caja de cervezas. Además, una insoportable bombilla alumbraba justo encima de la cama... Ya era de día cuando recostaron sus oídos contra la pared y escucharon un silencio cómplice que no pudieron reconocer si provenía de la habitación, del hotel o del mundo. Entonces comprendieron que estaban exhaustos y que lo único prudente era abandonar la habitación.
Miguel Correa
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