Una de mis amigas habla del amor y de las enfermedades contagiosas casi con las mismas palabras. Lo hace por inercia, sin intención de resultar brillante o graciosa: a nuestra edad, nadie se ha librado de un par de zarpazos, de un par de muertes en vida, y ella ha decidido no volver a enfermar. Evita las ocasiones, se protege del amor como otros la garganta del aire acondicionado, y siente el mismo pavor a encapricharse de alguien que a que le detecten una masa sin identificar. Ha logrado, con todo, no endurecer su corazón ni enfriar su carácter: sigue mostrándose cariñosa, atenta, tan dulce y tan interesada en las vidas ajenas como siempre fue.
Que una treintañera atractiva, inteligente y agradable, sin creencias religiosas, haya abrazado un voto de soltería y castidad tan feroz como lo hizo Jane Austen resulta extraño en una sociedad que vende, una y otra vez, las infinitas oportunidades amorosas. Con una mano suave, pero firme, quienes salen de una pareja rota son empujados a la siguiente relación, en ocasiones in tiempo de llorar, para aprender de lo ocurrido o reconciliarse: se espera de ellos que continúen hacia el futuro, que repongan casi de inmediato esa compañía por otra.
Antes, la condena a la soltería, o la obligación de ser fieles a la memoria de un marido difunto, convertía a las mujeres en estatuas de negro, guardadas por mil ojos dispuestos a que se comportara como se esperaba de ellas. Ahora la obligación del emparejamiento hace que hombres y mujeres se sientan desdichados si no logran de inmediato un apareja sustituta.
El amor es una gran cosa, una emoción inédita: pero me pregunto si no es una actitud más sabia la aceptación, en ocasiones, de que ya no se experimentará más. Quedan otras: la severidad, la alegría, la sorpresa. Quizás no se mala cosa asumir, en ocasiones, que no era tan interesante estar enamorado, y decidir, por el contrario, que todos los días sean iguales, sin dolo, ni novedad. No más ese puño de experiencias hurgando en las extrañas, uñas sin yodo ni cloroformo. Ni más palpitaciones ni sobresaltos, no más llamadas que no llegan, sin absurdas esperanzas. Tal vez antes estuviéramos más vivos, con la sangre y la adrenalina palpitante en la garganta; pero, a pesar de los poetas y terapeutas de la New Age, de los amigos estables que veían en nuestros altibajos que otra vida era posible, de los filósofos hedonistas y abuelas bien intencionadas, no éramos más felices.