opinión / Ángel Gabilondo
Hacernos mayor es aceptar que nunca se dejará de ser algo niño. Curiosamente, vivimos empeñados en ser adultos, es decir, en aprender a reconocer que siempre seremos un poco niños. Suele emplearse, con buenas razones, la contraposición con la infancia para invocar la necesaria madurez. Sin embargo, sólo quien mira sorprendido la vida, con cierta inocencia, con alguna pureza, con determinada curiosidad, puede constatar, quizá sin saberlo, que no todo es tan razonable como parece a los ojos rendidos y atreverse a expresar, a demandar, a requerir, a preferir, a pedir. Es curioso, pero a veces he sentido alguna pena, no del niño que fui, sino del que encuentro en mí, del niño que soy. No es sin más tristeza. Tal vez sea ternura. Y me desconcierta sentirla por mí mismo. Pero no me desagrada. Y me posibilita sentirla por alguien, a su lado. Hay que hacerse bien mayor para saberse niño, para llegar a ser el niño que no nos atrevemos. Lloro adultamente con el niño que soy. Y no es ningún regreso a algo vivido, ni ninguna nostalgia. Pero algo se va, algo se olvida, algo se pierde. aunque a su modo queda.
La infancia en la que uno consiste no es un simple periodo de la vida, ni un estado de ánimo, ni una incapacidad para dejar una etapa. Forma parte de nosotros, como la necesidadd de lo que es nuevo, primerizo, diferente. Pero hay otra infancia, la que alborota nuestra mirada y le da luz y brillo. Y limpieza. No es la que se sorprende ante lo que se presenta por primera vez, sino ante lo que es primordial. Es la experiencia de lo que viene a ser principal. La indiferencia es muy poco infantil y algunos la confunden con la sensatez. El niño que somos se fascina ante lo que se constata importante, decisivo. Tanto, que pone en evidencia el despropósito de muchos afanes supuestamente adultos. Y permite descubrir, inventar, crear. No sólo ver lo nunca visto, sino hacer lo nunca sucedido. Nunca se cesa de aprender a hablar, a mirar, a sentir. Nunca se deja de necesitar una mano próxima. Nunca se está del todo en casa. Ser aún niño me ha permitido desear ser querido, sin temer las caricias, ni las dulces palabras, sin incomodarme con los cuidados, sin desconsiderar los cobijos y un aliento cercano antes de despedirme para dormir, para soñar. Pero ese niño también es capaz de entregarse sin miramientos. Y de dar mucho. Ahora que lo digo, compruebo que soy menos niño de lo que debiera.
Cele -Celestino-