Primera parte
Tsunami
03-Marzo-2012
¿Se puede pedir perdón por la intolerancia pasada en pleno tsunami de condenas?
“Señor Dios de todos los hombres, en algunas épocas de la historia los cristianos han transigido con métodos de intolerancia y no han seguido el gran mandamiento del amor… Acepta nuestro propósito de buscar y promover la verdad en la dulzura de la caridad, consciente de que la verdad sólo se impone con la fuerza de la verdad misma” (Juan Pablo II, Jornada del perdón, 12/02/2000)
Al tiempo que el papa pronunciaba estas palabras, el ex Santo Oficio de Ratzinger enjuiciaba a numerosos eminentes teólogos y los relegaba al silencio o a la canónica disidencia.
Al respecto, estimo oportuna la reflexión partiendo de mis vivencias. No pretendo que todos mis lectores, ni siquiera muchos, suscriban mis apreciaciones. Basta que las conozcan. Me uno a un puñado de estudiosos. Intentamos descubrir la originaria esencia del Cristianismo, elaborado, con mayor o menor éxito, por discípulos y admiradores de Jesús. Buceamos en la “ortodoxia”, a menudo superándola. Vigilados, arrinconados, amonestados, censurados, prohibidos, castigados. Afortunadamente, ya no quemados. Algunos, los más prolíficos, con su voz o con sus escritos, serán oráculo en el Vaticano III. Así sucedió en el Vaticano II. Prefiero no aventurar nombres porque soslayaría a alguno. A largo plazo –hoy los plazos históricos se acortan– , la heterodoxia gana. En todos los campos.
Presente, el Cardenal Ottaviani. Un amplio salón tapizado de rojo. Sobre la ovalada mesa, un crucifijo de marfil y un viejo libro abierto. “Iusiurandum contra errores modernismi” (Juramento antimodernista). En latín, durante siete minutos, recité cuanto, 60 años antes, el papa San Pio X había impuesto a quien accediera a responsabilidades en la Iglesia. Pablo VI me había nombrado para el cargo de “aiutante di studio”. Ocho años dentro del Palazzo. Mi equipo –12 funcionarios, capitaneados por Jozef Tomko, hoy cardenal– constituía la “Sezione Dottrinale”. De nosotros dependía tomar o no en consideración las denuncias sobre libros y autores presuntamente heterodoxos. Algo así como un juzgado de instrucción. Las siguientes instancias colegiadas –consultores y cardenales– tampoco merecen la calificación de independientes y solventes. Lo puse de manifiesto en varios escritos. Ahora me asombro del poder, prácticamente arbitrario, que yo tenía para derivar escritos a un proceso que conducía a la censura y a la condena. Y a su autor, a la postración, acaso a la “apostasía”. También a la notoriedad. En mirada retrospectiva, me avergüenzo. Un solo ejemplo de contrario. Las reiteradas denuncias contra Miret Magdalena eran archivadas porque yo informaba de su condición de laico. Como tal, era invulnerable por la Jerarquía. En cambio, otros muchos teólogos, con sus obras, eran objeto de examen inquisitorio y, finalmente, de sanción. Podría traer a colación tantos y tantos conocidos autores, incluso famosos autores. B. Häring, E. Schillebeeckx, H. Küng, L. Boff, Ch. Curran, G. Gutierrez, C. Floristan…
Mi vivienda estaba en la planta primera del renacentista “Palazzo del Sant’Uffizio”. Exactamente debajo, unos sótanos. Los visité. Lúgubres, húmedos, ventanucos enrejados a ras de calle. Fueron calabozo de indiciados y enjuiciados de la Santa Inquisición. Giordano Bruno y Galileo Galilei, entre otros. Los habitaron durante años, pendientes de sentencia o de su ejecución. Como sabemos, el primero, filósofo ecologista y creyente teocéntrico, defendió sus tesis incluso en la pira del romano “Campo dei Fiori”. Galileo fue condenado y encarcelado. Luego, a causa de su ancianidad y dolencias, confinado en su domicilio de Florencia. Bajo amenazas de tortura y para evitar su ejecución, se había retractado ante los inquisidores. Dicen que, después de su forzada abjuración, pronunció la famosa frase “eppur si muove” para sostener la teoría heliocéntrica de Copérnico por él desarrollada. Los fantasmas de Bruno y Galileo –y de otros, víctimas de la Inquisición– se colaban en mis nocturnas pesadillas. De día, creía ver, detrás de cada gruesa columna, catecismo en mano, a San Roberto Belarmino, “martillo de herejes”, fiel ejecutor de la Contrarreforma.
(Continúa)
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