Callar y acallar
Por: Ángel Gabilondo 09marzo2012
Hacemos bien en cuidar lo que decimos y cómo lo decimos. Pero no está de más que cuidemos lo que silenciamos, ya que hay muchas maneras de hacerlo. Una, desde luego, es callar, pero otra no menos infrecuente es acallar. Milorad Pavić subraya en Paisaje pintado con té: “lo que más me gusta es el árbol que habla, es el único que da un fruto doble. En él se puede distinguir entre el silencio y el mutismo. Porque un hombre con el corazón henchido de mutismo y otro con el corazón henchido de silencio no se parecen en nada.”
Hay una manera de proceder que consiste en impedir que algo venga a ser palabra. El silencio elegido es un modo de decir, pero el silenciar es tanto un modo de callar como de acallar.
No siempre acallar requiere una intervención tan explícita como la de no dejar hablar. Michel Foucault nos recuerda en El orden del discurso que, además de vedando lo que cabe decirse o impidiendo el acceso, a través del control y de la delimitación, hay otros mecanismos y procedimientos para evitar que la voz venga a ser palabra.
Hay discursos erigidos sobre silencios, silencios elocuentes que dan que hablar, pero no siempre se trata sólo de un modo de decir, sino a veces de un modo de obstaculizar que se diga algo otro. No sólo mediante la exclusión o la prohibición, también mediante la clausura de los ámbitos y la escisión de las competencias, a través de los registros y tonos del lenguaje, o de acuerdo con las capacidades sociales y lingüísticas que, de una u otra manera, hacen más o menos inviable participar con la propia palabra. También es determinante cómo el saber es puesto en escena, revalorizado, distribuido, repartido y atribuido. En este sentido, Foucault considera que la educación es una manera política de mantener o de modificar la apropiación de los discursos, con los saberes y los poderes que llevan consigo. Y de ahí también su importancia decisiva.
Valgan estas consideraciones para no estimar inocente ni la organización de las disciplinas, ni la distribución de sus competencias, como si en sí mismas fueran inocuas. Ello resulta tan inadecuado como proclamar su perversidad. Simplemente permite comprender que hay una historia de las disciplinas, como hay una historia de las ideas, o de los conceptos, o una historia del pensamiento. No hay una asepsia teórica y práctica, lo cual no impide valorar en cada una de ellas lo que cabe denominarse científico.
La determinación de las materias, de las disciplinas, su definición y sus competencias es asimismo objeto de debate. La pluralidad y diversidad de los modos de vida se muestra en ellas, así como la complejidad social. En concreto, al respecto, el lenguaje hace su trabajo. Y dice también por su modo de tratar el silencio, por su modo de callar y por su manera de acallar. La lengua es una escuela, un aula de convivencia, de ideas y de personas, pero no hemos de pedirle que ella sola haga lo que nosotros no siempre estamos dispuestos a realizar. Sí que corresponda a nuestros quehaceres, a nuestras convicciones sociales y a objetivos compartidos. Y que nos acompañe. La lengua es nuestra lengua.
Tal vez así comprendamos bien a Susan Sontag, quien en Yo, etcétera nos dice bien expresivamente: “Mi problema es idéntico a mi lenguaje. O sea, si no tuviera este lenguaje, no tendría este problema. Si no tuviera este problema, no tendría este lenguaje. No necesitaría ayuda.”
(Imágenes: Jean Baptiste Simeon Chardin, Retrato de mujer y Vilhelm Hammershøi, La burbuja del jabón)
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