Atravesamos una etapa de sólido sentido común, de palabras, de hechos, de pruebas, de constataciones científicas y de revisiones históricas; un período aburridísimo en la que nada, salvo quizá el dinero y su uso, la compra, los objetos y su disfrute, nos permite soñar. En teoría, pocas cosas se valoran tanto como la imaginación; pero se denigra, causa recelos y se oscurece lo que se aparta de lo práctico, lo realista, lo figurativo.
En general, a los gobernantes nunca les ha interesado demasiado la creatividad, a no ser que viniera enmascarada bajo hallazgos clínicos o desarrollo bélico. Sólo a la fuerza, mediante jugosos descuentos cuando se une dinero a arte, se ha logrado que se mantenga a la sombra de los poderosos esa flor de invernadero. Sin embargo, el dinero bueno es el dinero viejo y, por lo tanto, el gusto de las élites suele ser previsible. Incluso en sus residencias existe un pánico hacia lo novedoso, una devoción por la columna jónica, por un valor seguro que invente pasado. Los retratos guardan un sospechoso parecido a los de los dirigentes antiguos, salvo que ahora se prescinde del caballo rampante.
Tampoco las clases humildes han respetado lo invisible, el latir de la imaginación, peligrosa hasta extremos de paranoia. Un creador sólo puede permitirse serlo en una familia pudiente; las ovejas negras de los barrios pobres caen en vicios, no en extravagancias. Y el arte, como todo lo que se aparte de lo necesario, como toda evasión, en definitiva, exige una voluntad decidida y, en ocasiones, la incomprensión como prueba de acceso.
Y sin embargo, qué convención tan extraña la que hace que nos admiremos ante la imaginación pura, ante el artista, el músico o el escritor que rompe con las convenciones, en los que, simpáticos o no, se adivina una ruptura, una voz absolutamente nueva. Ahí, todos los mimos negados a quienes comienzan se conceden. De pronto, en el artista se vuelca el orgullo patrio, la muestra de que el arte vive (la tranquilidad, en el fondo, de que el arte puede dar dinero y, por lo tanto, integrarse en la sociedad, domesticado y rentable).
Sólo los niños se salvan y sueñan. Cuentos, pinturas, instrumentos, juegos se abren ante sus ojos. Toda la libertad para crear, incluso sin juicios artísticos, es suya. De momento. Cuando lleguen a la adolescencia, se cerrará para ellos la caja de Pandora. Con la imaginación atrapada en el fondo.