Un sudor frío me cubrió... ¿Seremos felices siempre? ¿Cuántos
años vivirán mis hijos? ¿Les irá bien en la vida?... Las preguntas eran
decenas, centenares, y se amontonaban en mi cabeza mientras yo
hacía verdaderos esfuerzos por no conocer las respuestas, porque esas
posibles repuestas me daban pánico. ¿Y si mi hijo tenía que morirse,
por ejemplo, de accidente, dentro de cinco años? ¿Quería yo pasar
esos cinco años viendo cada día la escena fatal y esperando a que
ocurriese? Y, si yo tenía que desarrollar un cáncer de estómago, por
ejemplo, a los 65 años, ¿tendría que vivir miles de veces todo el
problema, como en un ensayo ininterrumpido, hasta que me muriese
definitivamente? Y, si había de haber una desgracia en la familia,
¿tendría que saberlo desde ahora y pasar todo ese tiempo, como si tal
cosa, hasta que sucediese? ¿Y si el país no iba a ir bien y yo debía
perder mi trabajo, ¿cómo iba a convivir de modo normal con mis jefes
hasta entonces? Y, si mis hijos habían de contraer enfermedades, que
las contraerían, como todos, y habían de suspenderles en los estudios
alguna vez, y habían de tener problemas en la vida, ¿tenía que sufrir
yo ahora en silencio y sin poder hacer nada por remediarlo, por el
mero hecho de poseer una extraña facultad que ya iba convirtiéndose
más en una carga?
Por momentos, me iba horrorizando, y no me atrevía a pensar en
nada, a preguntarme nada, ante el temor de conocer, de vivir
inmediatamente la respuesta anticipada, buena o mala. Ya no me
importaba.
Sin darme casi cuenta, me había convertido en otro hombre.
Antes, afrontaba cada minuto del día con ilusión, con esperanza, con
ganas; hacía proyectos, soñaba, deseaba, imaginaba... Pero aquel día
todo eso me estaba vedado.
Ya no era sino un saco de nervios, asustado, aterrorizado y sin
ganas de desear nada ni de actuar ni de proyectar. Porque, si la
respuesta a cualquier problema era favorable, ¿para qué me iba a
esforzar? Y, si era desfavorable, ¿para qué me iba a esforzar? La vida
había perdido todo su sentido.
Así que, sin moverme de mi casa y sin decir nada a ninguno de
los míos, cené pronto y me metí en la cama con el firme propósito de
renunciar al "privilegio" que se me había concedido.
No pude recordar al día siguiente, si me encontré con el ángel o
no. Quizás bastó mi deseo de renuncia. Lo cierto es que, cuando me
desperté, con terror, me atreví a preguntarme cómo discurriría mi aseo
diario... y no lo vi.
El alivio que sentí fue indescriptible. Salté de la cama, me asee
silbando de contento, desayuné feliz y salí a enfrentarme con la vida
con una sensación dulcísima de incertidumbre y de libertad como
jamás había sentido.
Aquello me enseñó que