CAMINAR EN LA LUZ
por Francisco-Manuel Nácher
Aunque no nos percatemos de ello, la mayor parte de la
Humanidad estamos centrados en el plexo solar, en la boca del
estómago. Me explico: Todas las órdenes y decisiones, sensaciones y
emociones de nuestra vida consciente se centralizan en el epigastrio. A
poco que nos relajemos y nos concentremos, nos daremos cuenta de ello.
Es como un cosquilleo, como un murmullo vital permanente que se
exacerba cuando nos emocionamos, nos irritamos o reaccionamos
visceralmente, que es lo que solemos hacer, ya que se trata de nuestro
modo normal de vivir y actuar.
Pero, para nosotros, estudiantes de lo oculto, eso ha de ser un punto
de partida para dar, lo antes posible, el siguiente paso evolutivo.
Todos estamos de acuerdo en que el principal problema lo tenemos
en el cuerpo de deseos, centrado en el plexo solar. Y también lo estamos
en que la clave está en la mente, centrada en la cabeza, que ha de tomar
el papel de aquél, racionalizando nuestra vida.
Pero, incluso racionalizando nuestra vida, recurriendo a la mente
concreta cada vez, dejamos al plexo solar como rector de nuestras vidas,
pues la mente concreta es separatista, exclusivista, egoísta. Es un
vehículo y adolece de los defectos de la materia que forma los vehículos.
¿Qué hacer, entonces?
En primer lugar, tratar de elevar nuestro techo espiritual.
¿Y cómo se logra?
Es cuestión sólo de voluntad, de deseo ferviente y de constancia.
Cada vez que nos concentramos, que meditamos, que oramos o que nos
acordamos, a lo largo de del día, hemos de elevarnos espiritualmente lo
más alto posible.
El mejor sistema, por lo menos al principio, es rezar el
Padrenuestro. Rezado conscientemente, es decir, sabiendo las relaciones
que cada frase establece y visualizándolas y tratando de sentirlas cada
vez que se pronuncian, mental o físicamente, llegaremos a “percibir”
esos movimientos de energía que invocan a lo alto desde cada uno de
nuestros principios (de todo nuestro ser a la Divinidad, del Espíritu
Humano al Espíritu Santo, del Espíritu de Vida a Cristo y del Espíritu
Divino al Padre) y que descienden, desde la propia Trinidad, a cada uno
de nuestros vehículos (del Padre al cuerpo físico, de Cristo al cuerpo
vital, del Espíritu Santo al cuerpo de deseos y de la Trinidad toda, al
cuerpo mental), llenándolos de vida y de energía espiritual.
Practicándolo asiduamente se llega a adquirir cierta sensibilidad a
esas corrientes de adoración y de respuesta.
Una vez adquirida esa sensibilidad, se puede ya producir la
elevación y percibir la respuesta a voluntad.
Cuando esto se ha logrado, hemos de percatarnos del nivel del que
partimos al elevarnos y ser muy conscientes de él. Y del nivel a que
lleguemos. Y visualizarlo también, como si intentásemos salir de un
pozo y cada esfuerzo para conseguirlo partiese de un punto y llegase a
otro. Y hemos de intentar, cada vez, llegar más arriba.
Es una lucha titánica, porque es algo a lo que ni la voluntad ni la
mente están acostumbradas. Pero hay que hacerlo. Como dice Max
Heindel, ¡no hay que dejar de intentarlo!
Con esa práctica, se llega a “percibir”, a “ver” con los ojos internos
de la imaginación, el techo que cada vez alcanzamos. Y nuestra meta, en
cada intento, ha de ser sobrepasarlo, aunque sea sólo en unos milímetros.
Al hacerlo así, la respuesta de arriba es cada vez más perceptible y
confortadora. Es como si, desde fuera del pozo, se nos tendiese una
mano amorosa para ayudarnos a subir.
Pasado algún tiempo, percibiremos una leve luz en lo alto, al final
del pozo. Desde entonces, nuestra meta ha de ser alcanzarla, llegar a ella.
Pero no se trata sólo de subir hasta la luz, que hay que hacerlo, sino
de atraer, de arrastrar diría yo, esa luz hacia abajo.
Ese esfuerzo terminará cuando hayamos situado la luz en el centro
de nuestra cabeza. Entonces se percibe como lo que es: como una luz.
Una especie de globo blanco, de un blanco indescriptiblemente
luminoso, mayor que la cabeza, sobresaliendo de ella, perfectamente
“visible” para uno mismo, no se sabe por qué sentidos, dormidos o
despiertos, con los ojos cerrados o abiertos, pero inefablemente real.
Esa luz hace posible al, no sólo servir de referencia, sino producir
cierta acomodación y succión hacia ella, el situar nuestra conciencia en
ese punto entre las cejas que Max Heindel asegura ser el refugio, el
agarre, la sede del espíritu.
Pasados unos días, se deja de ver la luz, bien de modo natural o por
haberse uno habituado a percibirla. Pero, aunque con permanentes fugas
y descensos de la conciencia hasta el plexo solar, nos vamos
familiarizando con el esfuerzo consciente de voluntad de centrarla en la
frente.
Esa elevación, apenas se logra, aunque sea momentánea, produce
varios efectos inconfundibles:
1º.- Al haber pasado la mente superior o Espíritu Humano a regir
nuestra vida, la sensación o cosquilleo del plexo solar, que caracterizaba
su mando, desaparece y se siente allí una gran paz.
2.- Al estar centrada nuestra conciencia en la mente abstracta,
pierden todo interés los estímulos basados en el plexo solar y en la
mente inferior, separatista y discriminadora, y se disipan las emociones,
sentimientos y pensamientos negativos y egoístas, al tiempo que los
positivos se perciben, pero limpios y sublimados.
3.- Se tiene la sensación de una gran paz en la parte delantera de la
cabeza, como un vacío o silencio desconocido, al que no tarda uno en
habituarse y que resulta altamente tranquilizador. Y se tiene la impresión
de verlo todo, incluso el mundo físico, desde más arriba que antes, como
si se hubiese crecido, cosa que realmente se ha hecho, si bien
espiritualmente.
Claro que el mantenimiento de la conciencia en ese punto es difícil.
Son millones de años, desde la Época Atlante, que tenemos centrada la
conciencia en el plexo solar, de modo que, en cuanto dejamos de
concentrar la atención con ese objeto, automáticamente desciende y se
sitúa en su sitio de “siempre”, lo cual no es del todo cierto porque,
durante nuestro estadio animal, teníamos situada la conciencia en la
cápsulas suprarrenales.
Pero el camino ya ha sido, no sólo trazado, sino recorrido. Y ya se
ha percibido la luz. Y resulta ya inevitable el esforzarse cada vez más
eficientemente para centrar la conciencia en su nuevo hogar y percibir de
nuevo la luz y vivir en la luz y caminar en la luz.
A esas alturas, ya uno puede intentar, no sólo aceptar
intelectualmente que es una entidad espiritual encarnada, sino que, a
través de su mente, está en contacto constante con la Mente Universal.
Y se hace comprensible la afirmación de San Juan que repetimos
en nuestro Servicio del Templo: “Si caminamos en la Luz, como Él, que
está en la Luz, tendremos comunión unos con otros”.
No hemos de olvidar, sin embargo, que entre el plexo solar y la
cabeza está el corazón. Y, en esa ascensión lenta, laboriosa y elevadora
hacia arriba, habremos de hacer una etapa en nuestro corazón y dejar allí
una amarre para siempre. De modo que, aunque el ascenso hacia la
cabeza continúe, ya nunca se pierda contacto con el corazón, que es
quien hace posible que nuestros pensamientos, palabras y obras posean
el necesario porcentaje de amor altruista y desinteresado. Sólo esa
ligazón en el corazón nos permitirá llegar a la meta que nos anunciaba
Max Heindel siempre que tenía ocasión: “pensar con el corazón y amar
con la mente. Es decir, pensar con amor y amar con inteligencia.
Ni que decir tiene que todo este proceso puede llevar meses, años y
aún vidas. Pero hemos de intentarlo. Es algo por lo que todos hemos de
pasar. Y ello dependerá, a partir de hoy, sólo de nuestro nivel evolutivo
y de nuestro propio esfuerzo.
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