Una madre es la posesión mayor posible. Pero su amor nace tan
pronto, nos envuelve tan temprano, nos persigue de tal modo, lo sentimos,
lo sabemos tan fijo en nosotros, lo damos tan por sabido, que no lo
valoramos... hasta que lo perdemos. Y, ¡qué sensación tan grande de
desamparo deja una madre cuando muere! ¡Qué vacío se produce en el
corazón cuando deja de sentirse en él esa lucecita siempre vigilante y
amorosa que cada minuto de nuestra vida nos acompañó! ¿Y ahora, qué?
¿A quién acudir con la certeza absoluta de ser comprendido, de encontrar
refugio? ¿Hay algo más hermoso que una madre? ¿Ni más triste que
perderla?
No importa que uno sea adulto o incluso padre y aún abuelo. Es
igual. La madre es siempre la madre y para ella uno es siempre el hijo.
La madre es quien mejor nos conoce y nos comprende y nos disculpa.
Es quien más nos ha dado y más está siempre dispuesta a darnos y, por
tanto, el ser cuya pérdida más pobres y más desprotegidos nos deja.
¡Adiós, madre! ¿Adiós, mamá!
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